La nueva psicosis colectiva, agitada con bombos y platillos por algunos medios, es la cartelización del país.
Toda una serie de noticias locales e internacionales, junto con informaciones de diverso origen y credibilidad, marcan el pulso de una suerte de narcomanía en Argentina. Desde la captura en México de Joaquín "Chapo" Guzmán hasta la ejecución de un supuesto mafioso colombiano en los Bosques de Palermo, pasando por la extraordinaria difusión televisiva de una banda VIP dedicada al contrabando a Europa de cocaína en modestas cantidades, ocultas en tablas de esquí; a tales situaciones se le suma el hallazgo de túneles que comunicaban entre sí a las guaridas de Los Monos, el clan criminal más célebre de Rosario, y, desde luego, el enorme éxito del telefilme que reconstruye la vida de Pablo Escobar. Cada una de estas circunstancias –con su debido rebote mediático– ha contribuido a una flamante psicosis colectiva: la cartelización del país.
Eso, al menos, es lo que exudan algunos diarios y pantallas. De hecho, una increíble investigación de Gustavo Sierra y otra de Jorge Lanata –publicadas, respectivamente, el 28 de febrero y el 1 de marzo, por el diario Clarín– dan cuenta de tal panorama. Mientras que el primero describe la penetración de la ONG del Chapo en el noreste argentino en base a viejos informes difundidos por fuentes cercanas al ex presidente mexicano Felipe Calderón –cuya visión del asunto, por razones obvias, no es recomendable creer a pies juntillas–, el otro –en base al título de un mail de la empresa privada de espionaje Stratfor, revelado por WikiLeaks en 2008–, simplemente, incurre en una duda retórica: "¿Sinaloa en Argentina?"
Tal suposición se respira en el ambiente, ya que las huellas del famoso cártel de ese estado mexicano aparecen en los sitios más insospechados del territorio nacional. O, aunque más no sea, su presencia simbólica. Así ocurrió a raíz del descubrimiento de los túneles rosarinos –uno de casi seis metros y el otro, de 20–, a los cuáles –otra vez– el diario Clarín no dudó en comparar con esas obras maestras de la ingeniería que el Chapo Guzmán construyó para vulnerar la frontera de los Estados Unidos.
Nada, sin embargo, ha sido comparable al notable final de Carlos Gutiérrez Camacho –jefe de los sicarios del cártel del Norte del Valle, según repetían los movileros antes de confirmarse su identidad–, cuyo fusilamiento en manos de dos killers en motocicleta desató variadas fantasías populares y televisivas. La más recurrente gira en torno la llegada masiva al país de narcotraficantes y sicarios foráneos. La presencia ocasional de estos últimos en el ámbito local no debe sorprender, puesto que ellos, para liquidar a alguien por encargo en suelo argentino, sólo necesitan una pistola y un pasaje de avión. En resumidas cuentas, durante la última década hubo no más de diez ajustes entre mafiosos colombianos, incluyendo la eliminación casi quirúrgica de dos narcos de esa nacionalidad, Jorge Quintero Gartner y Héctor Edison Duque Ceballos, en el Unicenter de Martínez, y la de Juan Galvis Ramírez en una tienda náutica de San Isidro. En cambio, con menos prensa, en 2012 hubo casi 200 asesinatos en Rosario por diversas desinteligencias entre integrantes del crimen organizado.
Con respecto al crecimiento de este flagelo en argentina, no cabe ninguna duda de que el ex presidente interino, Eduardo Duhalde, ha sido un visionario. Ya en 2010 reclamó la intervención del Ejército, sin ocultar su entusiasmo por el ejemplo del ex presidente mexicano, Calderón, cuya declaración de guerra al narcotráfico ha cosechado en su sexenio más de 70 mil muertos.
En aquella misma época, su esposa, la senadora Hilda González de Duhalde, se muestro más contemporizadora y, a través de un proyecto de ley, propuso declarar por dos años la emergencia en materia de seguridad, la cual –según su autora– contempla "la construcción de cárceles e instituciones para contener a jóvenes en riesgo (léase: pibes adictos al paco), con el propósito de brindarles un tratamiento preferencial para lograr su reinserción social".
Entre las ideas más audaces en la lucha local contra el imperio de las drogas, pasaría a la posteridad un proyecto legislativo del diputado nacional del PRO, Julián Obiglio, tendiente a implementar el derribo de aviones sospechosos. Lo cierto es que semejante iniciativa obtuvo cierto reparo en los especialistas, ya que, por caso, su aplicación en Perú causó la caída de media docena de naves que no tenían que ver con el narcotráfico. Claro que, en tal sentido, resulta un recurso más sensato la radarización del especio aéreo, tal como lo reclama la parte sana del poder político. ¿Pero los radares detectan la corrupción policial?
Lo cierto es que el papel gerencial de las agencias policiales argentinas en el negocio de las drogas forma parte de una tradición muy arraigada en el país. Basta recordar la disolución en la Bonaerense del área de Narcotráfico 1996, tras una cámara oculta a uno de sus jefes en tratativas con distribuidores de cocaína en Quilmes. El caso probó que los dividendos del asunto subían hasta la máxima autoridad de la Maldita Policía, Pedro Klodczyk, y que desde su escritorio era desviado un porcentaje hacia los bolsillos de ciertos actores del poder político.
Ahora, a 18 años de ello, la trama se repite o, mejor dicho, se expande como una enorme mancha venenosa: Santa Fe y Córdoba. En la provincia gobernada por el socialista Antonio Bonfatti, el comisario general Hugo Tognoli tuvo el embarazoso mérito de haber sido el primer jefe en funciones de una fuerza de seguridad que terminó tras las rejas; la razón: su vínculo con una red de narcos y proxenetas. En la provincia gobernada por el justicialista José Manuel de la Sota, los dichos televisivos de un soplón arrepentido propiciaron el arresto del mismísimo titular de la División de Drogas Peligrosas junto a su plana mayor, el supuesto suicidio de un colaborador, el desplazamiento del jefe de la policía y la renuncia del ministro de Seguridad; la razón: proteger una red de narcos y armar causas a personas inocentes. Un estilo de trabajo también ejercitado en otras latitudes del territorio nacional, pero sin episodios aún tan explosivos.
Ante el notorio crecimiento del mercado minorista –siempre bajo el amparo policial– empezaron a desarrollarse estructuras delictivas ligadas al menudeo, a través de un promisorio control territorial. Pero no son émulos del cártel de Sinaloa, ni mucho menos; apenas pueden abastecer un barrio, y no inundar la plaza norteamericana con polvillo blanco. Sus jefes jamás serán mencionados en la revista Forbes. Y compararlos con los grandes barones de la cocaína es como equiparar a Maradona con un jugador de metegol.
No obstante, siguen agitándose las banderas de la intervención militar, la edificación de cárceles para jóvenes y el derribo de aviones. No es sólo un error de concepto: la aplicación de tales estrategias en un país sin cultivos, producción y grandes bandas, no es sino la antesala de un ejercicio criminal. Cómo las recetas del FMI, pero con sangre.
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Toda una serie de noticias locales e internacionales, junto con informaciones de diverso origen y credibilidad, marcan el pulso de una suerte de narcomanía en Argentina. Desde la captura en México de Joaquín "Chapo" Guzmán hasta la ejecución de un supuesto mafioso colombiano en los Bosques de Palermo, pasando por la extraordinaria difusión televisiva de una banda VIP dedicada al contrabando a Europa de cocaína en modestas cantidades, ocultas en tablas de esquí; a tales situaciones se le suma el hallazgo de túneles que comunicaban entre sí a las guaridas de Los Monos, el clan criminal más célebre de Rosario, y, desde luego, el enorme éxito del telefilme que reconstruye la vida de Pablo Escobar. Cada una de estas circunstancias –con su debido rebote mediático– ha contribuido a una flamante psicosis colectiva: la cartelización del país.
Eso, al menos, es lo que exudan algunos diarios y pantallas. De hecho, una increíble investigación de Gustavo Sierra y otra de Jorge Lanata –publicadas, respectivamente, el 28 de febrero y el 1 de marzo, por el diario Clarín– dan cuenta de tal panorama. Mientras que el primero describe la penetración de la ONG del Chapo en el noreste argentino en base a viejos informes difundidos por fuentes cercanas al ex presidente mexicano Felipe Calderón –cuya visión del asunto, por razones obvias, no es recomendable creer a pies juntillas–, el otro –en base al título de un mail de la empresa privada de espionaje Stratfor, revelado por WikiLeaks en 2008–, simplemente, incurre en una duda retórica: "¿Sinaloa en Argentina?"
Tal suposición se respira en el ambiente, ya que las huellas del famoso cártel de ese estado mexicano aparecen en los sitios más insospechados del territorio nacional. O, aunque más no sea, su presencia simbólica. Así ocurrió a raíz del descubrimiento de los túneles rosarinos –uno de casi seis metros y el otro, de 20–, a los cuáles –otra vez– el diario Clarín no dudó en comparar con esas obras maestras de la ingeniería que el Chapo Guzmán construyó para vulnerar la frontera de los Estados Unidos.
Nada, sin embargo, ha sido comparable al notable final de Carlos Gutiérrez Camacho –jefe de los sicarios del cártel del Norte del Valle, según repetían los movileros antes de confirmarse su identidad–, cuyo fusilamiento en manos de dos killers en motocicleta desató variadas fantasías populares y televisivas. La más recurrente gira en torno la llegada masiva al país de narcotraficantes y sicarios foráneos. La presencia ocasional de estos últimos en el ámbito local no debe sorprender, puesto que ellos, para liquidar a alguien por encargo en suelo argentino, sólo necesitan una pistola y un pasaje de avión. En resumidas cuentas, durante la última década hubo no más de diez ajustes entre mafiosos colombianos, incluyendo la eliminación casi quirúrgica de dos narcos de esa nacionalidad, Jorge Quintero Gartner y Héctor Edison Duque Ceballos, en el Unicenter de Martínez, y la de Juan Galvis Ramírez en una tienda náutica de San Isidro. En cambio, con menos prensa, en 2012 hubo casi 200 asesinatos en Rosario por diversas desinteligencias entre integrantes del crimen organizado.
Con respecto al crecimiento de este flagelo en argentina, no cabe ninguna duda de que el ex presidente interino, Eduardo Duhalde, ha sido un visionario. Ya en 2010 reclamó la intervención del Ejército, sin ocultar su entusiasmo por el ejemplo del ex presidente mexicano, Calderón, cuya declaración de guerra al narcotráfico ha cosechado en su sexenio más de 70 mil muertos.
En aquella misma época, su esposa, la senadora Hilda González de Duhalde, se muestro más contemporizadora y, a través de un proyecto de ley, propuso declarar por dos años la emergencia en materia de seguridad, la cual –según su autora– contempla "la construcción de cárceles e instituciones para contener a jóvenes en riesgo (léase: pibes adictos al paco), con el propósito de brindarles un tratamiento preferencial para lograr su reinserción social".
Entre las ideas más audaces en la lucha local contra el imperio de las drogas, pasaría a la posteridad un proyecto legislativo del diputado nacional del PRO, Julián Obiglio, tendiente a implementar el derribo de aviones sospechosos. Lo cierto es que semejante iniciativa obtuvo cierto reparo en los especialistas, ya que, por caso, su aplicación en Perú causó la caída de media docena de naves que no tenían que ver con el narcotráfico. Claro que, en tal sentido, resulta un recurso más sensato la radarización del especio aéreo, tal como lo reclama la parte sana del poder político. ¿Pero los radares detectan la corrupción policial?
Lo cierto es que el papel gerencial de las agencias policiales argentinas en el negocio de las drogas forma parte de una tradición muy arraigada en el país. Basta recordar la disolución en la Bonaerense del área de Narcotráfico 1996, tras una cámara oculta a uno de sus jefes en tratativas con distribuidores de cocaína en Quilmes. El caso probó que los dividendos del asunto subían hasta la máxima autoridad de la Maldita Policía, Pedro Klodczyk, y que desde su escritorio era desviado un porcentaje hacia los bolsillos de ciertos actores del poder político.
Ahora, a 18 años de ello, la trama se repite o, mejor dicho, se expande como una enorme mancha venenosa: Santa Fe y Córdoba. En la provincia gobernada por el socialista Antonio Bonfatti, el comisario general Hugo Tognoli tuvo el embarazoso mérito de haber sido el primer jefe en funciones de una fuerza de seguridad que terminó tras las rejas; la razón: su vínculo con una red de narcos y proxenetas. En la provincia gobernada por el justicialista José Manuel de la Sota, los dichos televisivos de un soplón arrepentido propiciaron el arresto del mismísimo titular de la División de Drogas Peligrosas junto a su plana mayor, el supuesto suicidio de un colaborador, el desplazamiento del jefe de la policía y la renuncia del ministro de Seguridad; la razón: proteger una red de narcos y armar causas a personas inocentes. Un estilo de trabajo también ejercitado en otras latitudes del territorio nacional, pero sin episodios aún tan explosivos.
Ante el notorio crecimiento del mercado minorista –siempre bajo el amparo policial– empezaron a desarrollarse estructuras delictivas ligadas al menudeo, a través de un promisorio control territorial. Pero no son émulos del cártel de Sinaloa, ni mucho menos; apenas pueden abastecer un barrio, y no inundar la plaza norteamericana con polvillo blanco. Sus jefes jamás serán mencionados en la revista Forbes. Y compararlos con los grandes barones de la cocaína es como equiparar a Maradona con un jugador de metegol.
No obstante, siguen agitándose las banderas de la intervención militar, la edificación de cárceles para jóvenes y el derribo de aviones. No es sólo un error de concepto: la aplicación de tales estrategias en un país sin cultivos, producción y grandes bandas, no es sino la antesala de un ejercicio criminal. Cómo las recetas del FMI, pero con sangre.
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