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Alianzas

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La batalla cultural “Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez” Bernardo de Monteagudo

Por Miguel Russo
mrusso@miradasalsur.com

El tipo dice que leyó en el diario que el 17 de junio del año que viene termina el plazo para presentar las alianzas para las PASO. Uno, sentado al lado del tipo en el tren, prescindiendo del paisaje archiconocido pero siempre nuevo que se cuela por la ventanilla, se enfrasca más en el libro que viene leyendo, como desentendiéndose del comentario, apenas mirando de reojo para ver de dónde viene el comentario o si, resuelto ya ese “dónde”, el “quién” no sea un desquiciado de esos que aprovechan cualquier oportunidad para ejercer su argentinidad a costa de uno despotricando contra todo bajo el cielo protector del “muchacho que sabe”. Y no, el tipo no parece uno de esos: tranquilo, diario plegado bajo el brazo, más bien tirando a pinta de oficinista, manos reposadamente cruzadas sobre el regazo. Uno, a esta altura, se pregunta si, en realidad, el tipo no estará hablando por teléfono. Las manos en el regazo lo desmienten, pero uno debe dejar de leer y girar levemente la cabeza para poder comprobar que no lleva ese aditamento siglo XXI –que, viendo la cantidad de personas que lo usa, parece imprescindible–: el auricular. El tipo aprovecha que uno gira la cabeza y dice, o mejor dicho, ya pregunta directo, “leyó”.

No hace falta que uno responda que no, que no leyó. El tipo está en la suya –tranquilo, se insiste–, no busca complicidades ni movimiento de cabeza diciendo que sí ni jetas de indignación. Ni siquiera reclama atención. Parece querer enhebrar un razonamiento y, de puro pedo, uno está al lado, testigo involuntario y no solicitado, por lo cual el tipo lo mira con la misma atención que pone cuando sus ojos van hacia el paisaje que se cuela por la ventanilla o al vendedor de turno o a los nuevos pasajeros que se suman al vagón. Uno, que se aviva de eso, aprovecha y vuelve a la lectura del libro. Pero escucha.

“17 de junio”, dice, repite el tipo. Y después dice “alianzas”, como quien evoca, un “ábrete sésamo” contemporáneo que permite ciertas magias como ésta, de hacer que el tipo, pausada, tranquilamente, continúe con su intento de enhebrar. “Es normal que un empleador eche mano a cualquier oportunidad para hacer su negocio sin importar quién paga las consecuencias”, dice el tipo, y uno vuelve a sospechar, apenas moviendo los ojos de la palabra que estaba leyendo en el exacto momento en que escuchó “es normal” al margen blanco del libro, que el tipo es alguien a un paso del delirio. Pero no, toda duda se disipa cuando el tipo, aclarando que no se trata de una mera generalización, que hay que tener sumo cuidado con las generalizaciones, que por eso prefiere usar el bastón de la normalidad, sigue su proceso: “Por eso, es normal que un empresario aproveche sábados, domingos y feriados para alargar lo más posible el pago de los sueldos de sus empleados antes del quinto día hábil. Llega el día 10, el día 11 y, Carnaval mediante, o Semana Santa o Navidad o lo que sea, el sueldo sigue sin entrar al bolsillo del laburante, como si los bolsillos y los impuestos y las necesidades –una leche, pan, aceite, vino, pastillas para los mosquitos, orégano, esas cosas– se suspendieran por feriados”. Hace una pausa, como dejando en claro que ese fue el punto uno o, podríamos llamarlo “A”, y que viene el “B” o punto dos. “Por otra parte, es normal, también, que el vecino de al lado, cada vez que haga asado, grite su nombre por sobre la medianera y le alcance una fuente con un pedazo de tira y una porción de vacío sin preguntar si tiene hambre o si come fideos o nada”, dice el tipo, recurriendo, sin dudas, a lo íntimamente personal. Y sigue detallando quién es el vecino, de modo que uno se entera de que es un jubilado de ochenta y pico que alguna vez, allá hace mucho, se vino de Santiago a buscar laburo y así, encontrando, perdiendo y volviendo a encontrar, se fue quedando para siempre; y que vive, se entera uno, con su esposa, jubilada también, siempre un paso atrás o un paso adelante de su marido, durante todos los años que hace que caminan juntos. Y uno se entera también que los dos viejos sonríen del otro lado de la medianera cuando el vecino recibe la fuente y agradece.

Entonces, el tipo, sin dejar de cruzar sus manos en el regazo, dice, pregunta a la humanidad entera, que es como decir que se pregunta a sí mismo, “entre esas normalidades, la del empresario y la del vecino de al lado, ¿cabe alguna duda al momento de pactar alianzas?”. Uno tiende a pensar que el tipo espera que uno le brinde la respuesta “b” y, levantando la vista del libro, cerrándolo, no sin antes clavar el dedo índice entre las páginas a suerte de señalador, dice “los vecinos, claro”. El tipo, entonces, como volviendo de un lugar muy lejano de este vagón que acaba de dejar atrás la estación Plátanos, destraba las manos, se rasca la barbilla como ayudándose a pensar, y registrándolo a uno por primera vez en su condición de interlocutor, dice “no vaya a creer”. Y repite, como si se tratara del estribillo de una canción, dejando escapar las palabras en un suspiro, “no vaya a creer”. Hay un silencio. Siempre, en esos momentos, uno lo sabe muy bien, hay o debe haber un silencio. La tensión, piensa uno; aunque en realidad se trata de que el tipo está pensando cómo decir claramente lo que sabe claramente. En una obra de Shakespeare o en el vagón del Roca que llega a Wilde es lo mismo: palabras, palabras, palabras.

El tipo quiebra el silencio: “Hay, siempre hubo y siempre habrá, quien prefiere aliarse con el empresario. Los que prefieren esa alianza lo llaman de distintas maneras: acuerdos tácitos, correlación de fuerzas, síntesis estratégicas, oportunidades aprovechables, creación de poder. Nunca se refieren a esa alianza como realmente lo llaman los empresarios sin decirlo nunca: aprovechar al máximo la plusvalía. ¿Se acuerda usted de cuando se hablaba de plusvalía?”. El tipo no espera la respuesta de uno, claro. Sigue, o mejor dicho, redondea: “Y jamás de los jamases lo mencionan como lo que es en efecto, una soberana patada en el culo al grueso de la sociedad”.

Uno, ya metido de lleno en el juego, se olvida de las estaciones que sigue dejando atrás y del libro y dice “pero usted habla de política...”. Y se come la interrupción del tipo porque sabe que acaba de arruinar su propia nostalgia con certezas, o, como dicen en el barrio, porque sabe que acaba de plantear una boludez. Sin levantar el tono, sin la más mínima intención de ofensa, el tipo dice, pregunta, “¿y hay algo que no sea político?”. Vuelve el silencio, la tensión narrativa. Uno saca despacito el dedo índice que hacía de señalador entre las páginas, cierra el libro, lo guarda en la mochila y se queda buscando una posible respuesta con la mirada perdida en el fondo del vagón. Cuando la encuentra, cuando la cree encontrar, uno dice despacito, como acostumbrándose a sus propias palabras, “tiene razón, parecería que no”.

El tipo respira hondo, mira por la ventanilla hacia todo eso que pasa como una película mil veces vista. Todo eso es la gente que se apura para no llegar tarde; las casas lindas o feas; los techos que conservan maderas viejas, rollos de alambre oxidado y restos de todo aquello que no quiere ser mostrado; los charcos en las veredas rotas; los colectivos que se detienen en las paradas aunque estén a punto de reventar de pasajeros; los bocinazos de cada esquina; los camiones de reparto y los taxis que andan de busca; la señora que se metió dentro de un jogging y corre para escaparse de la edad; el señor que mira a la mocosa de minifalda tempestuosa; el pibe que garronea un faso al amigo; el amigo que dice sí; la mocosa de la minifalda que no mira a nadie. Y dice “todo eso”, justamente. “Todo eso es política”, dice, mientras vuelve a cruzar las manos sobre su regazo. “Por eso le decía lo que leí en el diario, ¿no?, lo del 17 de junio del año que viene como plazo para presentar las alianzas. No estaría nada mal empezar a preguntarnos qué tipo de alianzas hacemos nosotros. No para votar, eh; no señor. En todos lados, en todo momento, en la calle, en la cancha, en el quiosco de diarios, en el laburo, frente al televisor, en el barrio, al encender la radio, en la panadería, en las charlas amigables o de las otras, en el tren”.

“En el tren”, dice uno, llegando a Constitución, con la sensación de que el viaje se le hizo corto. Y saluda al tipo como a un aliado.

16/03/14 Miradas al Sur

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