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¿Se acabó la belleza en el arte?

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Duchamp, con su urinario, asestó un golpe mortal al anhelo de belleza que se creía implícito en el arte. Desde entonces, la presencia de la belleza parece haberse ido sin retorno, aunque la duda aviva uno de los debates culturales más relevantes: ¿Dónde habita y qué forma tiene? ¿Importa en el arte hoy? Tres protagonistas de la escena artística responden: el filósofo Arthur C. Danto; José Lebrero, director del Museo Picasso de Málaga, y el ensayista Rafael Argullol. Publicado en EL MUNDO/EL CULTURAL (Madrid, Septiembre 2013) El ultraje de la belleza por la denuncia social Hay buenas razones para no dar por sentado que el arte actual tiene que contener belleza. La gran revolución pasó hace casi un siglo. Los artistas de vanguardia politizaron de un día para otro el concepto de belleza hacia 1915, más o menos a mitad del camino en el período del Readymade de la carrera de Duchamp. Fue un ataque a esa relación interna que siempre ha tenido el arte y la belleza. Abusar de ella, en el sentido de vejarla, ultrajarla, pasó a ser una acción para disociar el arte de una sociedad que los artistas despreciaban. Pienso, sobre todo, en el dadá cuando hablo de esta revuelta moral. Los artistas se negaron a someter su trabajo al gusto de una clase dominante que había llevado a la carnicería que fue la Primera Guerra Mundial . El sueño de Tristan Tzara, autor del manifiesto dadaísta en 1918, era, de hecho, asesinarla. El dadá fue el paradigma de lo que yo llamo Vanguardia intratable, cuyos productos solo por error pueden considerarse bellos. Picasso, por ejemplo, con el Guernica, quería la antítesis de una obra bella, y se exhibió para reunir dinero para las causas antifascistas. A su manera, el Guernica fue pintado en el espíritu que articuló las obras de la Bienal del Whitney de 1993, un momento, los 90, en que se empezó a hablar de cierto retorno de la belleza como el tema clave de la década. Fue prematuro pensar que “la belleza puede volver”. En la Bienal había muy poca, sin duda, y aquel momento representó el punto álgido de la tempestad política de los 80. Los artistas desafiaban los límites de lo social, el sexo o la raza. Aquellas obras querían cambiar el modo en que pensamos y actuamos frente a las injusticias. Recuerdo a Sue Williams con una instalación sobre la discriminación a las mujeres. Incluía una piscina harto realista de vómitos de plástico, que generaba repugnancia y que expresaba, seguramente, el asco de la artista por los hombres, en tanto que opresores sexuales. Hubiera sido un error artístico embellecer contenidos como éste, o los de Andrés Serrano o Cindy Sherman. El objetivo de estos artistas es cambiar la actitud moral de la gente, y la belleza se interponía en el camino. En la filosofía del arte lo sabemos. El discurso de la redención estética nos asegura que, tarde o temprano, todo arte nos parecerá bello, por feo que se muestre al principio. Alguien me dijo que había encontrado belleza en los gusanos que infestaban la cabeza de vaca, cortada y en visible putrefacción, puesta en una vitrina por el artista británico Damien Hirst. No puedo evitar sonreírme al pensar cuál no sería la frustración de Hirst si la opinión de esta persona la compartiera todo el mundo. La repulsión, la abyección, el horror y el asco son hoy categorías estéticas tan válidas como lo sublime en el siglo XVIII. Que no nos cueste reconocer como arte la cabeza de vaca gusanada de Hirst demuestra lo lejos que estamos de la estética dieciochesca y lo rotunda que fue la victoria de la Vanguardia intratable. Hizo falta aquella energía para abrir una brecha insalvable entre el arte y la belleza, antes impensable, y hoy fundamental para entender el arte contemporáneo. Si antaño era una necesidad, hoy ha desaparecido del discurso artístico. La belleza apenas importa, es tan solo una opción. Lo que importa en el arte es el significado, y si hay belleza es porque contribuye a éste. La belleza solo podría volver a ser lo que en arte fue si se produjera una revolución, no solo en el gusto sino en la vida misma. Una revolución política; cuando las mujeres disfruten de igualdad, cuando las razas vivan en paz, cuando la injusticia haya desaparecido de la faz de la tierra… Pero yo no puedo renunciar a un mundo sin belleza. Sería como imaginar la vida sin bondad. Arthur C. Danto - Prestigioso filósofo y crítico de arte estadounidense, autor del libro “El abuso de la belleza” (Editorial Paidós). La belleza encarcelada en la cosmética no es peligrosa El lenguaje lo delata todo: fijémonos que “belleza” o “bello” han ido desapareciendo del habla cotidiana, de modo que es muy difícil encontrar estas palabras como descripción de fenómenos de nuestra vida diaria. Hasta hace unas décadas, su uso estaba todavía vivo. La desaparición en el idioma popular ha sido paralela a su desaparición en la esfera cultural . La belleza ha sido relegada a la utilización superficial del término en la moda, la publicidad y la cosmética. En el caso de la cosmética, la ironía es evidente, pues el vocablo procede etimológicamente de cosmos, la palabra griega que otorgaba orden al mundo. El cuerpo, la arquitectura, la ciudad o el universo eran cosmos, órdenes armónicos que contrarrestaban el caos y la corrupción de las cosas. Lo que históricamente hemos llamado belleza, entrañaba un significado afín a cosmos. Nosotros, en nuestro lenguaje actual, nos hemos refugiado en la dimensión más epidérmica, la cosmética. Esto nos describe y nos delata. Tenemos miedo a la indagación profunda en la belleza. Un tercer concepto nos lo puede aclarar: creemos que “jerarquía” es un término anticuado y conservador. Lo hemos politizado y rechazado. Sin embargo, jerarquía, como cosmos y como belleza, implica nuestra necesidad de armonía, nuestra búsqueda de un rescate en medio del naufragio. Sin jerarquía nos arrojamos a un mundo amorfo y apático. Asimismo, esto vale para las revoluciones. Subvertir una jerarquía es poder ofrecer una jerarquía alternativa. Esto también sucede con la transformación de nuestras ideas acerca de la belleza. Los modelos están para cambiarlos y romperlos. La modernidad artística subvirtió las formas de lo bello sin renunciar a la belleza. El arte moderno, mientras tuvo poder creador, exigió una belleza diferente en la que reflejar nuevas utopías. Esto parece haberse quebrado en los últimos tiempos bajo el dominio del utilitarismo productivo. La cultura tiene miedo a la belleza y a la subversión de la belleza. Los ciudadanos dejan de usar una palabra demasiado fuerte, demasiado comprometedora. En tanto que encarcelada en la cosmética no resulta peligrosa. Como faro del conjunto de la vida, es excesivamente inquietante para el dócil sujeto que nuestra época expone como protagonista. Rafael Argullol - Escritor y ensayista, autor de “Una educación sensorial. Historia personal del desnudo femenino en la pintura”. Ni Botticelli ni Picasso, sino Lady Gaga en Youtube Si se acepta que lo feo es la insuficiencia respecto de la belleza, nuestra época artística se caracteriza por dar más relevancia a las manifestaciones de extrema fealdad que a las expresiones de intensa belleza. Vivimos rodeados de cosas, lugares y, lamentablemente, de personajes más bien feos que lo “otro”. Lo saben quienes tienen que pasar una jornada completa deambulando por una feria de arte contemporáneo, y también quienes se ven obligados a tragarse una programación entera de televisión. La cultura ilustrada y la cultura popular, felizmente cruzadas, generan todo tipo de monstruosidades para los consumos más eclécticos . Es el espíritu de los tiempos con sus grandezas (el gran gol que sentencia un campeonato de fútbol) y sus vilezas (el villano precio récord de una subasta que esquilma el patrimonio de un país a favor de un nuevo rico). Sin embargo, otras categorías, como la de lo grotesco o la de lo patético, parecen más útiles a la hora de definir las características estéticas de no pocas nuevas producciones artísticas relevantes en los museos y las galerías de nuestros días. Hablamos más de experiencias intensas con el arte contemporáneo que de ejercicios de agradable contemplación. Pocas veces tomamos en cuenta el comentario de un “crítico” que ose calificar lo que ha visto mediante el uso de adjetivos sospechosos como bonito o feo: ¿es fea una escultura de Jeff Koons? ¿Es bella una videoproyección de Santiago Sierra? No importa. Lo que la experiencia de una u otra obra de arte nos produzca emocional o intelectualmente demandará sus correspondientes adjetivos, y, muy probablemente, cuando el resultado del encuentro con la obra en cuestión sea de alta intensidad, recurriremos a términos que expresen un bienestar (o una “bella” irritación…). Pero hay normas, y en esto de la escritura sobre el arte, “la belleza” del objeto no parece en boga. El problema radica en que aquello que se podría identificar como propio o perteneciente al sistema del arte en sentido estricto, ha dejado de influir en el gusto. Como grado de valoración de consenso, como referencia de poder que jerarquiza, como instancia que hace posible el arbitraje colectivo, como baremo que permite la valoración económica y, finalmente, como referencia que utilizamos para establecer el criterio, el gusto no lo fijan los individuos creadores, sino que lo marcan, básicamente, los coleccionistas y las empresas multinacionales. De ser esto cierto, se abre una brecha importante entre las representaciones asociadas al poder (véase grandes museos, véase grandes eventos artísticos) y el espacio menor y cada vez menos influyente en el que los historiadores del arte, los filósofos, los cronistas (como éste que leen) y la mayor parte de los artistas sobreviven gracias a la nostalgia de otros tiempos. El arte de las vanguardias que cambia la misma idea de arte a principios del siglo XX no se planteaba el problema de la belleza. Esto no quiere decir que los resultados de aquella carrera contra reloj en los senderos de la provocación no hayan acabado por ofrecernos como sociedad representaciones extraordinarias por su grandeza figural. Pero la “hermosa” obligación del compromiso político y la investigación formal de la modernidad no han dejado mucho tiempo para indagar en las antiguas convenciones de belleza. Lo que para muchos en determinado momento puede ser calificado de “bonito”, que no de bello, puede ser insoportable para unos pocos otros. Empieza Umberto Eco en su Historia de la belleza (2004) recordando que ” bello”, como “maravilloso” o “soberbio”, son adjetivos que comúnmente se utilizan para calificar lo que gusta y que frecuentemente se asocia a lo bueno. En el universo consumista, mediático y digitalizado que vivimos, el hermoso coche de carreras futurista sigue siendo “soberbio”, pero les recomiendo olvidarse de la “belleza” echando un vistazo “intenso” al último videoclip Applause de Lady Gaga en la todavía barata pantalla-galería de Youtube. Confesa admiradora de Picasso, amiga de una ex radical del arte contemporáneo (la artista de performance Marina Abramovich), remite ahora a Botticelli: una nueva historia de la belleza (y de la fealdad) en poco más de tres minutos. José Lebrero - Historiador del arte, director del Museo Picasso de Málaga. [Texto gentileza de Ramón Vázquez]

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