Segunda parte de esta nota, o un revés de la anterior, a 20 años de Lobo Suelto/Cordero Atado. http://galeon.hispavista.com/loredonditosdericota/img/Lobo%20suelto%20cordero%20atado%20(8).jpg Parte I: No nos olvidemos de nosotros mismos: Lobo Suelto (Ir a la nota) 20 años de Lobo Suelto – Cordero Atado. No nos olvidemos de nosotros. Recordémonos. Por Emiliano Abel Diez En Lobo/Cordero puntualmente se conjugaron toda una serie de factores que le dieron un carácter muy particular dentro de la discografía de los Redondos. De movida, no era uno sino dos discos, que se vendieron y se presentaron por separado, con una o dos semanas de diferencia. Como dato de color, podemos agregar que es el único disco en el cual Semilla – ahora reconocido artista plástico - participó en la gráfica, con esas imágenes llenas de uñas y dientes, como recortes del Guernica, que le arrebataron del taller y que recién entonces pudimos conocer. Además fue el primero que mezclaron afuera. Viajaron a Los Angeles para laburar con Bernie Grudman, un veterano de la guerra del ácido que venía de trabajar con las grandes estrellas del rock y el pop internacional. Antes de eso habían grabado con Breuer, que aportó una buena cuota de diversidad y creatividad en el estudio, como en el caso de Lobo Estás!, donde grabó la eléctrica desenchufada de Skay con un micrófono adelante y otro atrás para lograr ese estilo de country electroacústico zapado. Y en un principio, fue el primero que hicieron a partir de los demos grabados en sus respectivos estudios caseros (aunque para Oktubre ya habían usado la portaestudio de Tito Fargo). Eso redundó en una mayor diversidad y en un menor grado de transformación de las canciones en el pasaje que va de la composición a la grabación. Era el comienzo de una nueva etapa que se iba a acentuar cada vez más, hasta llevarlos al borde de un abismo extraño: Empezaba a quedar en blanco sobre negro y de manera definitiva que la banda eran, en un principio y ante todo, ellos tres. Si bien los Redondos nunca acostumbraron a hablar de influencias, creo que el rastro beatle puede seguirse por todo el disco, que acaba cobrando la forma de una suerte de Álbum Blanco redondo y de ricota, y que me puteen los improbables fundamentalistas de Liverpool si no les va. De igual modo, ahí están los ecos de REM y de Blind Melon, del Bowie denso y de Tom Verlaine, de las producciones de Jeff Lyne y del pulso rocker de JJ Cale, Neil Young, Tom Petty y Dire Straits. Alguna vez imaginé que el solo que cierra Etiqueta Negra podía deberle algo a Robert Cray o incluso a las guitarras que para ese entonces poblaban los discos de Chris Isaac. Dudo un poco en aventurarme a tanto pero, quién sabe, hace poco leí que para la época de Luzbelito Skay se mataba con ¡Los australianos de Midnight Oil! Todos pueden – o no – estar allí acechando. Tal vez ese carácter menos explícito de las referencias sonoras sea una de las grandes diferencias que pueden haber tenido con Sumo, donde todo estaba un poco más al alcance de la mano. De cualquier modo esto – como casi todo, bah – tal vez pueda decirse de la mayoría de los discos de Patricio Rey. Lobo/Cordero por su parte, fue también el primero en el que se empezaron a notar las ganas de contar su historia, volviendo sobre las viejas canciones inéditas. Esa idea sobrevivió hasta el viaje a San Pablo que después cobró el nombre y la idea de Luzbelito, con el Blues de la Libertad y el tándem Mariposa Pontiac – Rock del País como testimonios de un proyecto que se fue para otro lado. Si bien en Un Baion… ya habían transformado el frenético Oh Mami en Vamos las Bandas y en Bang Bang! recuperaron Maldición…, que es de los primeros rockanroles del Indio para los Redonditos, en Lobo se hace mucho más evidente. Rock para el Negro Atila, Lobo Estas! y Ladrón de mi Cerebro son todas de la época de los pubs. No estoy en condiciones de asegurarlo – lo llamé al Indio y no me atendió – pero creo que Perdiendo el Tiempo y Pituca también. Además, encajaban perfectamente con la idea del álbum. La lógica contracara fueron los estiletazos envenenados sobre los oropeles de la sociedad de consumo, como el amor prebendario y misógino de Susanita, la banalización de las espiritualidad perdida de Shopping, Disco, Zen o la plegaria rencorosa y alucinada de Espejismo. Y había más, mucho más: Remedos de canciones infantiles con aires de sentencia, dedicatorias hirientes, fábulas oscuras, guitarras luminosas, violines espectrales y hasta misteriosas costuras sonoras que llenaban el espacio, entre las que estaba aquella sugerente frase de guitarra (Sushi) con la que alguna vez Tom Lupo musicalizó El Suicida – ahora sí – de JL Borges… Y todo eso arropado en un concepto de canibalismo suburbano tan sólido como flexible, que iba del antiguo homo hominis lupus a las parábolas espirituales de Hermann Hess, viajando de un lugar al otro por la misma carretera sin final en la que Kerouack escapaba hacia delante una y otra vez. Encima, en esa huída hacia delante comenzó la fuga de la Ciudad, después de las accidentadas presentaciones en el nunca mejor llamado Parque de los Patricios. Fue el principio de las largas y míticas caravanas por los caminos de provincia, de los miles de desarrapados y desahuciados que llegaban como salidos de un cuento de Soriano a quebrar la siesta, las reglas, las rutinas y la moral conservadora de esos pueblos somnolientos del interior. Y todo eso, para colmo y como sabemos, sin compañías, ni multinacionales, ni discográficas, ni mainstream, y con el establishment en contra y sin siquiera un puto plan. Insisto: ¿Cómo no nos íbamos a enamorar? El que escribe esto cuenta, a la fecha, con un collar de treinta abriles. Lo que digo, muchas veces, me lo contaron antes las revistas y los libros, los archivos y los discos, desde compactos relucientes a los casettes polvorientos. Pero mejor que aquello y para cerrar, prefiero las historias de mis mayores, que son los que me empujaron el barco para que encalle - ¡Gracias a Dios! – en estas playas perdidas. Cuando yo era apenas un pendejo enroscado entre historietas tardías y bebidas precoces, cuentos de Arlt y panfletos de Scalabrini, medio extraviado entre calles desabridas en las que el estaño perdía día a día la pelea con el plástico, en mis tarareos etílicos se hilaban sin mejor solución de continuidad los temas de la radio con Manzi, los Olimareños y las canciones de la guerra civil española que había aprendido en mi casa peronista. Así fue que una amiga más grande y con paciencia un día me dijo: “El Indio es como lo que vos contás de Discépolo, pero dado vuelta”. Hay que recordar que en aquel entonces los que hoy “hablan del faso”, estaban hablando de la merca, y que era más común el gesto de zamparse un monedazo de milonga que el de darle un par de secas a una tuca. Lamentablemente aquello, aún hoy, sigue pareciéndole a algunos un fin en sí mismo, alimentando fantasías acerca de la blanca que tomaban los Redondos y su tropa, en lugar de lo que verdaderamente era: Una metáfora de cómo nos estábamos consumiendo a nosotros mismos. Una pena, pienso, que un árbol les tape el amanecer. Pero volviendo a aquello, creo que la Flaca tenía razón, que Patricio Rey fue al turquismo lo que Discepolín a la Década Infame: Un testimonio de nuestras mayores miserias y decadencias, una objeción de conciencia cantada entre las ruinas de lo que ya no está y la cuna de lo que vendrá. Y, por qué no, una cuerda tendida a la esperanza en la que veíamos aquella luz de lo que habíamos sido y podíamos volver a ser. Aquellas palabras torpes, lanzadas de costado en la madrugada de una plaza desierta de Mataderos, entre botellas vacías de cerveza y mis primeros cigarrillos, me abrieron una puerta que ya nunca se volvió a cerrar, un camino que todavía sigo empeñado en desandar, aunque no tenga idea de a dónde me puede llevar. Así que brindo por mi amiga y por los años, por ustedes y por mí, por los que estamos y por los que siempre están volviendo. ¡Salud! Y como ya les dije… No nos olvidemos de nosotros. Recordémonos.
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