Capítulo I - 1935 Una multitud inmensa se había concentrado frente al Regimiento 18 de Infantería. La gente rodeaba el edificio de paredes amarillas, semejando un molusco gigante y bullicioso, adelantándose y retrocediendo frente a los nerviosos soldados que custodiaban los portones. El cielo gris, recubierto de nubes densas, dotaba al espectáculo de una extraña serenidad. Desde temprano convergieron sobre las calles de tierra primero en grupitos aislados, a veces individualmente, otras veces por decenas los que ahora se apiñaban sobre las veredas del cuartel. -¡Atrás! ¡Atrás! - se escuchaba gritar, de vez en cuando, a alguno de los suboficiales que se paseaban intranquilos frente a la guardia. Con lentitud se cumplía su orden; la muchedumbre retrocedía un tanto, los murmullos elevaban su tono, alguna imprecación superaba el volumen general de las voces y, en seguida, volvían a avanzar, un poco primero, algo más después, hasta apretarse finalmente, de nuevo, contra el vallado. El aire estaba cargado de presagios. Las oscuras instalaciones del regimiento parecían más tristes aún bajo la influencia de aquel día nublado. No se escuchaban gritos. Sólo un sonido sordo, irregular, de voces apagadas, como temerosas de provocar, con sus ruidos, alguna desgracia; como si sobre sus cabezas pendiera una amenaza dormida, que ellos pudieran evitar actuando con cautela. Ese día iba a ejecutarse un fusilamiento. El suboficial Luis Leónidas Paz debía perder su vida frente a un pelotón, por decisión de los altos mandos. Un hombre muy querido por el pueblo, iba a ser atravesado por las balas de sus propios soldados. Con excepción de los que lo habían condenado, nadie quería que esto sucediera. Allí se había juntado la gente humilde, la gente que nunca protestaba, los pisoteados, los despreciados, en un intento postrero por evitar el crimen. -¿De dónde había sacado coraje esta gente para salir así?- se preguntaban los jefes militares, los burgueses del Jockey Club y los asustados gobernantes. Toda "la sociedad" de la pequeña capital de la provincia estaba escandalizada. Hacía ya tres días que esa gente de tez oscura, horriblemente vestida y peor hablada, se había adueñado prácticamente de la ciudad. Jamás se había visto cosa igual. Los "negros" quizás eran un poco vagos y se emborrachaban. Hasta se peleaban y mataban entre ellos. Pero jamás habían llegado a esto. Nunca se rebelaban; aceptaban disciplinadamente el papel que todos los gobiernos, siempre de doctores y generales, siempre de "gente bien" (por supuesto) les había asignado: el de trapos de piso. Nadie se habría imaginado que ellos pudieran reunirse para luchar, y menos por un hombre de su clase. Esa mañana del 9 de enero de 1935, los cajetillas, los leguleyos y los militares comenzaban a convencerse de que habían subestimado peligrosamente al pueblo. Pero estaban lejos aún de suponer lo que iba a suceder después. Una multitud, que se acrecentaba constantemente, se apretujaba frente a la guardia del regimiento. Hombres de manos callosas y vestiduras humildes, mujeres con pañuelos en sus cabezas, niños de pantalones cortos a mitad de pierna, viejecitas apergaminadas, aún con sus canastos de vendedoras de verdura o pan casero, algunos muchachos a caballo; todos allí, conversando algunos, callando otros, se habían colocado lo más cerca posible del frío edificio, ocupando de punta a punta el largo callejón. A retaguardia, destacándose nítidamente de la masa, sobre las veredas de los edificios de enfrente, dialogaban y fumaban grupos de jóvenes de traje y sombrero. Eran la pequeña burguesía del centro, los curiosos y los políticos, que habían venido a observar el inusitado acontecimiento. Desde los techos y las ventanas de todas las casas, los vecinos sacaban sus cabezas. Muchas viejecitas rezaban por la salvación del condenado, arrodilladas. Por todas partes se encendían velas a los santos. El tiempo pasaba y la hora fatídica se acercaba. Las voces primero apagadas iban creciendo, la tensión nerviosa era tremenda. Casi podía palparse. Los rezos arreciaron; una tempestad parecía estarse gestando en la muchedumbre que, de pronto, pareció despedir a un joven flaco y pálido, vestido con ropas oscuras que saliendo no se sabe bien de dónde, se encaramó en el tapial y comenzó a arengar a la multitud, con acento inflamado: -¡Compañeros! ¡El Ejército está por cometer un crimen tremendo! Paulatinamente las voces se fueron acallando. Todas las miradas se concentraron en el hombre que les hablaba. A quien pronto reconocieron. Era el joven abogado anarquista Ruperto Martín Fernández. Chistidos que salían de entre la masa imponían silencio a los que aún conversaban. Las palabras del orador, temblorosas a un principio iban encendiéndose y tomando vuelo a medida que eran pronunciadas, cada vez con más coherencia, llegando como arietes a esos sencillos corazones, ansiosos de una justicia que no conocían y que no sabían cómo conseguir. -¡Han juzgado y sentenciado a un hombre a la muerte, como si ellos fueran dioses! ¡Van a matar a un hombre humilde, honesto, trabajador, a un hombre de nuestro pueblo, como si su vida les perteneciera! ¡Con un decreto, han sellado la suerte de un ser humano! ¿Con qué derecho? ¿Acaso pueden destruir así una vida, solamente porque ellos son los ricos, los que gobiernan, porque tienen la fuerza de las armas? "Quienes han ordenado la muerte del cabo Paz son los que siempre han explotado y despreciado al pueblo, compañeros. Y nosotros hemos sido toda la vida carne de cañón para ellos... ¡pero ahora somos fuertes, porque estamos unidos... ¡No tenemos que permitir este asesinato, compañeros!- Una ovación se levantó desde el pueblo, que empezaba a enardecerse. Entusiasmado por el resultado de sus palabras, el orador encaró a los sombríos soldados y suboficiales que, desde las galerías, observaban silenciosos. -¿Van a dejar ustedes que maten a vuestro compañero, a un hombre de vuestra misma clase, a vuestro amigo? ¿No van a rebelarse?... En ese instante, como respondiendo con trágico sarcasmo a la pregunta, una descarga de fusiles atronó el aire, rompiendo el pesado silencio. Todos quedaron alelados; el desconcierto silenció las bocas y paralizó los corazones. Por un momento, pareció que todo lo que era vida se hubiera detenido y aquello semejó un gigantesco conjunto escultórico que se hubiese formado con estatuas inmóviles y árboles de piedra. Hasta que un lamento plañidero, una desgarradura de un pecho, arrancando en las entrañas y surgiendo penosamente de unos labios temblorosos, un lamento de mujer, profundo y lastimero, uno de esos sonidos dolorosos que erizan la piel y que sólo suelen ser engendrados por el dolor sin límites, se fue elevando, hacia el cielo. Fue el toque de clarín, el despertar, la vuelta a la realidad. -¡Lo han matado!- se decían los hombres, sin querer creer todavía en lo que había sucedido. Y el clamor creció en la multitud, que como un mar embravecido se revolvió transida de sufrimiento y furia, y se lanzó enceguecida sobre las paredes del odiado edificio. Los postes del alambrado temblaron bajo el empuje avasallador. Atronaron el aire nuevos disparos. Los fusiles de la guardia reforzada comenzaron a despedir fuego y humo. Un hombre cayó desde la empalizada, de espaldas sobre el suelo, con el rostro cubierto de sangre. Y la rabia y el dolor del pueblo tuvo que morderse otra vez, amargamente. Otra vez la justicia de las mayorías era aplastada por el argumento sangriento de las armas de las minorías. Tropezando y levantándose, insultando y burlándose de los "milicos", como un animal herido, la muchedumbre se fue replegando. Desde sus filas salía alguno que otro disparo de revólver, en débil intento por contener la agresión. Las piedras llovían sobre el cuartel, y no faltaban los soldados que se retorcían de dolor, alcanzados por los certeros hondazos de changos que se movían de aquí para allá, desafiando las balas. Cuando se hubieron ido todos, pudo contemplarse el testimonio inapelable de aquellos sucesos. Las paredes habían quedado consteladas por los boquetes de las balas militares. Una llovizna gris comenzó a desplomarse suavemente sobre la ciudad. El cabo Paz había sido fusilado. Capítulo 2 - 1908 Sandalio Paz se detuvo un momento en su labor; apoyó el hacha sobre el suelo, mientras con su mano derecha buscaba su viejo pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón. El sol caía a plomo sobre la tierra calcinada del obraje. Un escalofrío recorrió el cuerpo del hachero al enjugar su rostro bañado en sudor. Su torso desnudo, curtido por la intemperie, delgado pero vigoroso, había ido tomando, quizá por rara mimetización, el aspecto de un árbol nervoso y erguido. Largos años de convivir con la castigada naturaleza, producen en los hombres estos fenómenos. El transitorio alivio de dejar por un instante el rudo trabajo, invadió todo su cuerpo, y una corriente de satisfacción circuló por aquellos músculos doloridos en ese instante de descanso. Al estar allí parado recorriendo con su mirada los cuerpos encorvados de sus compañeros, que golpeando una y otra vez los árboles con resignada desesperación, hacían saltar con cada hachazo chispazos de savia y sudor, destruyendo sistemáticamente y destruyéndose, de pronto, algo despertó en su mente, algo, como una especie de luz difusa rasguñó sus pensamientos. Lentamente, volvió la cabeza hacia el cielo. Nubes inmaculadas avanzaban sobre el manto azul brillante y sereno que se perdía en el horizonte. En ese momento, una bandada de palomas marrones pasó retozando por sobre su cabeza. Embriagado de belleza, una sensación desconocida, que su mente por más que se debatía no pudo explicar, un estremecimiento profundo, el placer inmenso del repentino re descubrimiento del maravilloso Universo, olvidado, jamás comprendido, jamás racionalizado, pero no por ello menos presente, lo embargó. Sus ojos habían quedado enganchados en aquellos pájaros. Trataba de imaginarse a dónde irían, cuando los empezó a envidiar. Y se dijo que su vida era una porquería. Desde que pudo usar sus brazos había trabajado como un animal. Desde el amanecer hasta el atardecer. Cientos y miles de tallos robustos habían caído bajo el golpe de su hacha brutal, esa hacha a la que había aprendido a odiar a medida que se endurecían sus músculos, se despellejaban sus manos y encanecían sus cabellos. 30 años trabajando para distintos patrones; treinta años de miseria y sufrimientos, de dormir bajo cuatro palos y un montón de ramas, treinta años en los que se había casado, había tenido dos hijos y se había emborrachado una y otra vez pero de los cuales no recordaba un minuto de felicidad. Siempre trabajando, bajo el sol, el frío o la lluvia, para enriquecer a gente que ni siquiera conocía. El obraje crecía, incorporaba empleados nuevos, ya cruzaban a través de sus campos las vías del ferrocarril, pero a él seguía aún sin alcanzarle el sueldo, ni siquiera para dejar de endeudarse en la proveeduría. Y todos esos hombres oscuros, callados, que desfilaban como sombras al amanecer, con sus hachas al hombro; esos hombres que sólo se desencorvaban un rato al mediodía para masticar el pedazo de pan que llevaban en sus bolsillos, acompañándolo de matecocido, apurando el contenido de los tarros, quemándose los labios, con la vista fija en algún lugar del vacío, para después volver al trabajo y no detenerse hasta ver al sol hundirse entre las brumas de la tarde; esos hombres vencidos, estragados por el alcohol y las enfermedades, eran sus iguales: así era él también. Lo tremendo de sus reflexiones lo dejó anonadado. Ya comenzaba a tomar de nuevo, mecánicamente, la posición de hachar, cuando la voz ruda del capataz resonó a sus espaldas, como un latigazo: -¿Te vaj a pasar la tarde parao al pedo, Paz? ¡Mirá que aquí no ocupamos gente pa que pierda el tiempo! -Sandalio lo miró con odio, sin contestar. El alcahuete continuó: -Si no te gusta, te vas. Aquí nadie los obliga. Afuera hay un montón que quieren trabajar, y por menos de lo que se les paga a ustedes. Así que ya sabés, amigo: o trabajás, o te vas. -Me había entrao una astilla en el ojo -balbució el obrero, por decir algo. -Ustedes siempre tienen motivo pa no trabajar -masculló el otro, mientras se alejaba. Y agregó: -¡Bueno, si ya te has sacao la astilla, metele nomás! Mordiendo la bronca, el hachero volvió a ensañarse con furia con el tronco del inmenso quebracho colorado. El sudor comenzó nuevamente a mojar sus cabellos; con la lengua se sacó una gota que colgaba molesta sobre el bigote; un sabor salado le llenó la boca. Esa tarde Sandalio Paz decidió irse de aquel lugar. ---------------------- Capítulo 3 (Fragmento tachado.) El tren pasaba a la una de la mañana, y los Paz habían llegado a la estación dos horas antes. Desde las cinco de la tarde habían caminado sobre huellas apenas visibles, entre los yuyos y las espinas, para estar a tiempo. Era un día crucial para ellos; después de toda una vida en el monte, decidían lanzarse hacia la ciudad. -------------------- Versión esquemática del capítulo 1 (en el mismo cuaderno, de 1975) -------------------------- Una multitud se había concentrado frente al regimiento "18 de Infantería", en Santiago del Estero. Era el noveno día de enero de 1935. (Desechado) --------------------------- El 9 de enero de 1935, a las catorce horas, una descarga de fusiles acababa con la vida del cabo Luis Leónidas Paz. Frente al regimiento, donde lo fusilaron, cientos de hombres y mujeres humildes asistían impotentes al hecho. Y enardecidos y sufrientes, se lanzaron a destrozar todo lo que recordara el poder de las clases dominantes. Esa tarde, poca gente pudo dormir en Santiago del Estero. El fusilamiento del suboficial había provocado de tal manera la furia de la multitud -que desde hace tres días se movilizaba por salvarle la vida-, que hasta las piedras parecían temblar bajo el avance impetuoso del pueblo enardecido. El edificio del Partido Radical Unificado, el Jockey Club, el diario "El Liberal", la Catedral... sobre todos estos bastiones de la burguesía cayeron las piedras, el barro y los insultos del pueblo santiagueño, un pueblo tan pisoteado, tan humillado por los poderosos, y por eso mismo, un pueblo del que no se esperaban rebeliones. Capítulo 3 - 1908 El tren llegó a las 2 de la madrugada, con una hora de retraso. En la plataforma, bajo una luz macilenta, el grupito de gente que esperaba, comenzó a moverse despaciosamente, al escuchar el silbato que se acercaba. Las estaciones de trenes en el campo santiagueño presentan casi todas, hoy, el mismo aspecto que tenían por esas épocas: pequeñas construcciones de dos o tres oficinas, techos altos con aleros, marrones por el tiempo, cubriendo galerías frías y estrechas. Sus paredes, si tuvieron color alguna vez, dejaron hace mucho de atestiguarlo; sólo infinidad de manchas de humedad y salitre decoran con figuras espectrales los envejecidos revoques. Allí se amontona la gente durante horas esperando la llegada de los trenes, único medio de comunicación aparte del caballo, entre un pueblo y otro. Hombres, mujeres y niños de rostros impenetrables, ojos pequeños y brillantes, facciones talladas en el sufrimiento por el paso de siglos de opresión, desfilan como fantasmas oscuros y silenciosos, yendo y viniendo, transcurriendo sus vidas como detenidos en el tiempo, sin que sus existencias modifiquen en absoluto Historia alguna. Estos ferrocarriles han tenido su razón de ser en el traslado de maderas para la exportación. Por lo tanto, sólo unen con sus nervaduras de hierro frío, las regiones económicamente productivas para las compañías obrajeras. El resto, los salitrales desolados, las serranías adustas, los inmensos llanos, los esteros, son parajes olvidados, donde se desarrollan existencias anacrónicas, en medio de soledades inconmensurables. En esas regiones habitan hombres santiagueños, debajo de ranchos miserables, hundidos en medio del polvo, y ni siquiera continuos. Entre fachinales y monte arisco, sobre tierra quebradiza, estéril, quemada por el sol, arrasada por los vientos, víctima del azote definitivo del hombre, destructor de riquezas naturales por mandato de otros hombres, que ni siquiera conocen la provincia, y a veces ni el país. Desde uno de esos ranchos, Sandalio, su mujer y sus dos hijos, Margarita de 3 años y Luis Leónidas, recién nacido, habían caminado toda la tarde sobre senderitos petrificados, para llegar dos horas antes a esperar el tren. Fueron de los primeros en subir; una inquietud nueva los empujaba desde adentro, iban hacia algo desconocido, peligroso, pero prometedor: la ciudad. Alguien le dio el asiento a la mujer con el niño en brazos, y allí se sentó la madre con sus criaturas. Sandalio puso los bultos en el portaequipaje y se quedó parado cerca de ellos. El tren venía repleto. Todos los pasillos estaban atosigados de hombres y muchachos jóvenes sentados en el suelo, jugando a los naipes, tomando vino o comiendo algunos; durmiendo con el rostro tapado por grandes sombreros, otros. En un extremo del vagón un muchacho moreno, casi negro, traveseaba una guitarra simpaticona, sentado sobre el posabrazos de un asiento. Sonó un silbato por acá, una campanada por allá y el tren se puso trabajosamente en movimiento. Despacito comenzó a irse para atrás la vieja estación, a través de las ventanillas. Empujando gente, Sandalio caminó apresuradamente hasta el final del oscuro vagón, y se quedó parado en el estribo. Como una visión fantástica, el edificio fosforescente se fue empequeñeciendo a lo lejos... esa visión final de su pago, al que nunca volvió a ver, quedó grabada para siempre como una vieja fotografía en su cerebro. Una lágrima pesada resbaló, furtiva, sobre aquel rostro duro. Capítulo 4 Nuestra familia campesina se sintió depositada en un mundo extraño, cuando bajaron del tren, entre aquella muchedumbre pasmosa para ellos. Se sintieron perdidos, y por un rato, se quedaron en el mismo lugar donde los había dejado el tren, mirando aquel desfile extraordinario. En realidad, Santiago del Estero es una ciudad pequeña, y sus estaciones de trenes nunca fueron demasiado activas, comparándolas con las de la otras ciudades argentinas. Pero ante aquella gente acostumbrada más a la soledad que a la aglomeración, más al silencio que al bullicio, aparecía esa madrugada como un espejismo monstruoso... y sólo habían viajado 5 horas para llegar a ese universo diferente. La llegada del tren donde viajaban los Paz había coincidido con otro que venía de Buenos Aires. Hombres y mujeres rubios, de traje y vestidos raros bajaban de los vagones de primera clase, conversando y riéndose ruidosamente; seres jamás imaginados aparecían rodeando, envolviendo en sus ruidos a la familia que se había quedado petrificada en el andén. Vendedores de todo tipo pasaban voceando sus mercaderías. Un muchacho gordo le ofreció el diario a Sandalio, y este sacó dinero de un pañuelo anudado, y compró uno. Un hombre de cara ancha, vestido con traje oscuro, sonreía levantando la mano desde una fotografía, en la primera página. Más abajo, otra fotografía mostraba un desfile militar. El hombre se quedó mirando un rato largo aquel enjambre de signos pequeños e incomprensibles que se alineaban en listones parejos sobre el papel... él nunca había aprendido a leer. Se hubieran quedado allí mucho más, si no fuera porque Esteban, el hermano de Sandalio los descubrió, cuando el gentío comenzó a dispersarse, y con gritos entusiastas fue a abrazarlos. Él los iba a llevar a su casa. A través de un mensaje escrito por uno de los empleados del obraje que sabía escribir, Esteban se había enterado de la decisión de su hermano por venir a la ciudad.
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