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Una operación gestada en las entrañas del poder Por Ricardo Ragendorfer

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Desde la SIDE, se tejió una fina maniobra impulsando primero una situación de caos y luego represión. El ex presidente interino Eduardo Duhalde incurrió días atrás en una notable bravata: pedir al Poder Ejecutivo la apertura del archivo de la SIDE sobre los asesinatos de los piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, sucedidos durante su breve paso por el sillón de Rivadavia. Lo cierto es que la sombra de aquel crimen aún incomoda ciertas situaciones de su vida cotidiana. Sin ir más lejos, en el último aniversario de la matanza, una ruidosa manifestación frente a la sede capitalina del Centro Argentino de Ingenieros (CAI) malogró allí una disertación suya al verse obligado a poner los pies en polvorosa. ¿Acaso con el reclamo por exhumar esos papeles, el otrora bañero de Lomas pretende diluir su responsabilidad política en el caso? Es posible que él suponga que esa sea la vía adecuada a tal fin, puesto que dichos informes fueron suscriptos por los funcionarios que él mismo designó en la central de espías, quienes tampoco fueron ajenos a lo ocurrido el 26 de junio de 2002. Al igual que los integrantes más encumbrados de su gabinete, el ministro de Seguridad bonaerense y el propio gobernador provincial de entonces. Ninguno fue jamás importunado por la justicia. Debido a ello, bien vale refrescar los hechos y circunstancias que culminaron con la llamada Masacre del Puente Pueyrredón. La trama de ese miércoles negro había comenzado en realidad unas semanas antes, cuando en una reunión de Gabinete el titular de la SIDE, Carlos Soria, sorprendió a todos con un inquietante informe. El paper en cuestión se basaba en grabaciones clandestinas hechas en mayo, durante un congreso nacional de piqueteros celebrado en un estadio de Villa Domínico. Esa tarea de espionaje había sido una iniciativa del subdirector de Inteligencia, Oscar Rodríguez, un ex intendente duhaldista de San Vicente. Y fue consumada por agentes que él mismo había reclutado poco antes: barrabravas y matones suburbanos, quienes no pasaron inadvertidos entre los asambleístas. Nadie imaginó que en ellos estaba el origen de un baño de sangre. El material reunido condujo a una hipótesis de conflicto. Soria, al exponer el asunto ante todos los ministros y secretarios de Estado, encabezados por el presidente, señaló, sin mover un solo músculo del rostro, la existencia de "un plan insurreccional en marcha". El asunto, pese a su carga descabellada, tuvo una gran acogida entre los "halcones" del gobierno, alineados detrás del jefe de Gabinete, Alfredo Atanasof. Tanto es así que los ministros del Interior y Justicia, Jorge Matzkin y Jorge Vanossi, junto con el canciller Carlos Ruckauf, fueron los encargados de endurecer el discurso oficial, augurando un rebrote de la represión. Así se llegó al 26 de junio. Ese día, desde la SIDE, se tejió una fina maniobra para deslucir el corte del Puente Pueyrredón, impulsando primero una situación de caos con el apoyo de provocadores e infiltrados. Luego se aplicaría sobre ella una represión medida, disciplinante y con un alto contenido mediático, con el propósito de instalar la ilusión de que el orden había sido restaurado. No contaban, desde luego, con la sutileza de la Bonaerense. Ya se sabe que la incompetencia brutal de quienes debían vigilar el paso de los manifestantes derivó –con el comisario Alfredo Fanchiotti a la cabeza– en el asesinato de dos piqueteros desarmados, a la vista de decenas de testigos, algunos con cámaras fotográficas y televisivas. En la ocasión, también fueron heridas con balas de plomo otras cien personas. Minutos después, los cuerpos sangrantes de Kosteki y Santillán fueron arrastrados por sus victimarios a la caja de una camioneta policial. Al día siguiente, el diario Clarín apelaría a un memorable título: "La crisis causó dos nuevas muertes". Recién el viernes, el diario Página/12 publicó la secuencia completa de los asesinatos, captada por el fotógrafo Sergio Kowalewski. Esas imágenes eran abrumadoras. En ese lapso, reinó el desconcierto en las altas esferas oficiales. "¡Es mentira! La policía no mató a nadie. Salí ya a desmentirlo", apuró por teléfono el ministro de Seguridad bonaerense, Luis Genaud, a su par nacional, Juan José Álvarez. La respuesta fue: "Es tu operativo. Salí a desmentirlo vos." En la tarde del miércoles, Matzkin atribuyó públicamente los asesinatos a "un enfrentamiento entre piqueteros". Y remató la versión con una frase que sería su propia lápida: "En Argentina se acabó la tolerancia con los violentos." Casi en paralelo, Atanasof hablaba acerca de "un plan desestabilizador con alcance nacional". Ambos seguían apoyándose en el informe de la SIDE. Al otro día, Duhalde llamó al gobernador Felipe Solá, y le dijo: "Mirá mañana la foto de los diarios. Parece que fue la policía. Tené cuidado." Ahora existe la certeza de que la Masacre del Puente Pueyrredón fue fruto de una operación concebida en las entrañas del poder, y no del accionar excesivo de un patrulla sin control comandada por un comisario chiflado. Sin embargo, Fanchiotti y los suyos –condenados en 2006– encarnaron el límite preciso del proceso judicial. El techo que le ahorraría un mal momento a Duhalde –quien todavía revolotea en la política–, a Solá –actual diputado nacional–, a Atanasof –actual diputado nacional–, a Matzkin –actual empresario agropecuario–, a Genaud –actual integrante de la Corte Suprema bonaerense– y a Soria –quien en 2011 llegó a la gobernación de Río Negro–, entre otros. Como si habitaran un mundo paralelo, ninguno fue citado ni siquiera a declarar. Lástima, en el caso de Soria, ya que la cárcel hubiera sido para él un sitio más seguro que su alcoba. Infonews

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