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La estrategia verbal del terrorismo político Por Alejandro Horowicz

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La postura de Sergio Massa apunta a no discutir nada, al tiempo que la sociedad piense aterrada, o sea, que no piense.

El debate sobre la reforma del Código Penal llegó a las encuestas. Según un estudio de Hugo Haime y Asociados, que integra el think tank de Sergio Massa, el 51% de los encuestados cree que las penas que contempla el anteproyecto son más blandas que las vigentes. El 73% contestó, además, que los cambios al Código benefician a los delincuentes. Dicho de un tirón: para los encuestados la reforma no sirve, por tanto, se trata de impedir que se lleve a cabo. Y esa tarea de demolición quedo a cargo del peronismo disidente.

Si el trabajo de meses de una comisión de notables, extraídos del arco parlamentario, concluyera de un modo tan miserable, la posibilidad misma de elaborar políticas de Estado estaría condenada in ovo. Conviene no hacerse excesivas ilusiones sobre la "fortaleza de las instituciones republicanas". Una cosa es llegar a un acuerdo sobre un anteproyecto común, otra que una sociedad sienta que esa aproximación contiene los instrumentos que permiten remontar esa crisis, y una tercera es remontarla realmente.

Una cultura de la instantaneidad organizó las reformas del Código Penal. La urgencia, el parche, la incapacidad de pensar un nuevo orden legal, presidió la lógica reformista. Así actuaron todos los gobiernos del '83 en adelante. El fetichismo sobre los efectos disuasivos del incremento de las penas nominales hegemoniza el orden jurídico. La primacía de la punición, llevada hasta el absurdo, donde un robo puede tener una condena mayor que un homicidio, instaló una suerte de teorema que no admite demostración en contra: basta con incrementar las sanciones para que el delito desaparezca, y si no desaparece, al menos decrece, y si tampoco decrece puede permanecer estable. Y si los datos no acompañan esta "percepción" es simplemente porque están amañados; no se aceptan las estadísticas oficiales, ni el mapa del delito elaborado por la Suprema Corte de Justicia. Así piensa una sociedad aterrada. Esto es, no piensa.

La percepción colectiva acicateada por el miedo visualiza un constante incremento del peligro y, por tanto, exige garantías crecientes. Aterrados por los devastadores efectos de las crisis pasadas, intuyen que las por venir no serán más que su repetición ampliada. Ese peligro real pero también imaginario requiere ser exorcizado. Dos caminos: uno, el Poder Ejecutivo elige a un comité de expertos, lo suficientemente amplio para evitar suspicacias, y bastante representativo para que la opinión sintetice las fuerzas que organizan ese consenso, conformando así el piso del debate. No se trata en verdad de una decisión, sino de un instrumento construido para tomarla. Así actuó el Ejecutivo y es una novedad política que conviene subrayar.

Dos: amplificar el resultado del terror registrado en las encuestas; no importa qué sucede ni cómo sucede, potenciar el miedo hasta volver irrelevante el debate mismo. El método Massa: aterrar sin discutir absolutamente nada, y debemos reconocer que alcanzó un envidiable resultado comunicacional. El primer round es para el diputado de Tigre. Organiza una suerte de Massa contra todos, y desde una polarización respaldada en los elevados niveles de despolitización imperante, intenta descabezar el intento reformista.

No se trata por cierto de evitar una consulta popular, como la que pareciera propiciar Massa, pero una cosa es saldar un debate colectivo con ese instrumento y muy otra impedirlo en el arranque. El artículo 40 de la Constitución Nacional, contado taquigráficamente, permite que la Cámara de Diputados habilite una consulta sobre cualquier ley, perfeccionando así la decisión del Congreso. Con un añadido determinante: el Poder Ejecutivo no puede vetar esa ley, es decir, la voluntad popular sustituye las atribuciones colegislativas de la presidenta.

Pero una reforma del Código Penal no puede ser ejecutada exitosamente si no va acompañada de cambios sustantivos en las organizaciones armadas y de seguridad. Sin olvidar que la autoridad de aplicación –el Poder Judicial– no puede no adecuarse a ese nuevo ranking legal. Dicho de otro modo: es una reforma que debería inaugurar todas las demás.

Es tiempo de una política militar que se proponga más que impedir la autonomía de las instituciones armadas. No debemos confundir los pergaminos democráticos de un oficial superior con el carácter democrático de las FF AA. La conformación de Grupos de Tareas (GT), como modo de lucha contra la guerrilla revolucionaria de los '70, quebró la cadena de mandos. El orden piramidal donde una jineta hace la diferencia entre ordenar y obedecer, perdió vigencia. Al tiempo que la delimitación interna entre fuerzas, las complejas relaciones del Ejército con la policía, entre la Marina con la Prefectura, terminaron existiendo tan sólo en el organigrama administrativo. Esa fue la estrategia represiva adoptada y ejecutada desde el Operativo Independencia, en febrero de 1975, por la entonces presidenta constitucional María Estela Martínez de Perón.

Es cierto que la mayor parte de esos oficiales pasaron a retiro y, por tanto, el problema biográfico tiende a desaparecer; ahora bien, los patrones de selección de personal (escuelas militares) no abandonaron la lógica del gueto endogámico, los encargados de la formación, los programas y los encargados de llevarlos a cabo, siguen básicamente inalterados; basta recordar la incidencia directa de la Iglesia Católica y los capellanes militares y, sobre todo, señalar que la sociedad no se puso a pensar cómo organizar una estructura militar de ciudadanos armados. Más bien avanzó en la dirección opuesta, con la "profesionalización" de toda la fuerza.

AHORA LA POLICÍA. Sergio Berni lanzó una dura advertencia a quienes protagonizaron las recientísimas protestas uniformadas: "La policía de todas las provincias tiene la obligación constitucional de velar por la seguridad de cada una de las poblaciones y sería inadmisible que repitan el esquema extorsivo que hizo sobre la sociedad de Córdoba", dijo.

Ahora bien, dos políticas de seguridad resultan imaginables. Una consiste en equipar adecuadamente las fuerzas de seguridad, pagarles salarios razonables, dotarlas de control político externo y ponerlas al servicio de una política de "seguridad democrática". La otra pasa por la "mano dura", la baja de la imputabilidad penal, la represión sin muchas contemplaciones, llenando de policía y cámaras hasta el menor recoveco. La primera goza de cierto prestigio en las escuelas garantistas del Derecho Penal, y la segunda es la bandera de los halcones sedientos de sangre de todas las comarcas. Para aplicar esta última política la reforma del Código resulta un obstáculo.

No cabe duda de que en territorio conceptual ambas posturas se oponen, pero me pregunto si sobre el terreno una cosa no termina siendo finalmente la otra. El punto clave pareciera ser el ejercicio del control político de una fuerza armada. Y ese control no existe sin contrapeso de las FF AA.

Si observamos una Argentina más segura vemos dos cosas. El consumo de drogas era ínfimo, y el garante del accionar policial eran las Fuerzas Armadas. La represión política descompuso a las Fuerzas Armadas. Ese modelo de seguridad interna terminó arrasando las instituciones militares, y las que sobreviven parecieran más próximas a delatar ese problema que a facilitar alguna solución.

Desde que el debate sobre la cosa pública no supone definiciones estratégicas, ni programas para llevar adelante, sino marketing y gestión, lo más parecido a un intendente termina siendo otro intendente, y todos tratan de satisfacer a los vecinos; los viejos socialistas denominaban jocosamente "política municipal" a la gestión, para diferenciarla de la política en serio y, por cierto, no se equivocaban.

Pues bien, Massa intenta desbarrancar todo debate político llevándolo hasta la lógica despolitizada de los intendentes. En esa lógica la "teoría" no juega ningún papel, y basta con leer encuestas. Si la sociedad argentina admite ser empujada en esa dirección, no sólo no reformará ningún Código, será incapaz de enfrentar los nuevos dilemas políticos con instrumentos democráticos. Ese peligro supone la victoria del método Massa.

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