Viernes 07 de Marzo de 2014OPINIÓN
Por Ricardo Forster
La genealogÍa del progresismo
Regresar a la última década del siglo pasado constituye un ejercicio más que interesante; nos permite descubrir ciertos giros y los puntos de partida de algunas sensibilidades contemporáneas. En América latina, los noventa estuvieron signados por la desilusión ante el fracaso de los procesos de transición democrática y por el despliegue hegemónico de la razón neoliberal asociada con la devastación de gran parte de las tradiciones revolucionarias y apuntalada por la certidumbre del fin de la historia, una certidumbre que encontró en los medios de comunicación y en las últimas tecnologías de la información su ámbito de corroboración y despliegue. Mientras que los años ochenta estuvieron marcados por el fin de las dictaduras y la esperanza democrática asociada a la profunda crisis de las izquierdas que no lograban recuperarse no sólo de las heridas infligidas por la barbarie militar sino también de esas otras heridas que conmovieron el cuerpo doctrinario y que ya asomaban desde los años sesenta como puesta radical en cuestión de los diversos marxismos. Los también llamados “populismos” se transformaron, en las últimas décadas del siglo veinte, en la contracara de lo que habían sido: sus metamorfosis contribuyeron a la expansión y consolidación del neoliberalismo. Entre la tragedia y la comedia las grandes tradiciones progresistas y populares parecieron encontrarse con su propia noche.
Época de sepultureros pero también de renovaciones e indagaciones teóricas que involucraron a las matrices del pensamiento crítico y que dinamitaron las antiguas certezas. Búsqueda y orfandad se dieron cita junto a un agudo vaciamiento de los ideales igualitaristas que se fueron convirtiendo en una suerte de antigualla de otros tiempos en los que su presencia galvanizaba a los espíritus y desplegaba las intensidades transformadoras. Los años ochenta privilegiaron, entre nosotros, la agenda institucional-democrática, vieron cómo los movimientos de derechos humanos tomaban la posta de la acción profundamente atravesada, ahora, por la razón jurídica y la demanda ética que, inexorablemente, irían desplazando a la política que, de un modo cada vez más pronunciado, inició, en los noventa, su extenuación crepuscular.
Debatir el proceso de caída de lo político, penetrar en su extenuación y su conversión en parte del lenguaje mediático, supone deconstruir no sólo el peso de la lógica del mercado y de las nuevas formas de producción de subjetividad, sino también internarse en las consecuencias de la caída de las ideologías progresistas, en particular de aquellas ligadas a los marxismos, así como analizar el “giro ético” que vino, en gran medida, a reemplazar el núcleo duro de lo político emancipador y revolucionario en nombre de los derechos humanos, del estado de derecho y de las filosofías de la alteridad y la diferencia. La forma del universalismo redentor, matriz de gran parte de los discursos de las izquierdas, fue desplazada por la emergencia de los nuevos particularismos asociados al advenimiento de las filosofías de la subalternidad y de las nuevas formas identitarias afincadas, académicamente, en los departamentos de estudios culturales y en las políticas de la multiculturalidad dominantes de manera generalizada hasta el 11 de septiembre de 2001 en el que también sufrieron los avatares inesperados y demoledores de una historia siempre inclemente contra aquellos que suelen afirmar la llegada del remanso consensualista asociado al fin de los conflictos. Todo entramado por un tiempo pospolítico desligado definitivamente de las antiguas demandas emanadas de una modernidad extenuada. Las nuevas formas de la subjetividad progresista se inscriben en este giro de los últimos tiempos.
Abandonada la época de los conflictos partisanos que, como destaca Chantal Mouffe, pertenecen al pasado, es hora del consenso y del diálogo, núcleos de una nueva sensibilidad pospolítica que se acomoda perfectamente con las exigencias de la actual subjetividad progresista, aquella que se asocia a la matriz moralista y a la defensa a ultranza del “estilo de vida” (asociado inevitablemente con la entrada masiva al consumo y sus promesas rutilantes de quienes, en las décadas anteriores, habían sido sus más decididos críticos). La brutalidad conflictiva de la historia es cosa del pasado, materia prima de historiadores o de cineastas, pero ya no referencia de prácticas y costumbres que se mueven con mayor comodidad por los dispositivos construidos a partir de la lógica de la consensualidad y del mercado.
El objetivo de esta nueva sensibilidad bienpensante y de clases medias políticamente correctas “es el establecimiento de un mundo ‘más allá de la izquierda y de la derecha’, ‘más allá de la hegemonía’, ‘más allá de la soberanía’ y ‘más allá del antagonismo’”. De un mundo ausentado de cualquier posibilidad de conmoción política y social y afianzado en una práctica de la moderación y de la continuidad sin sobresaltos, esa que se entrelaza con una política descafeinada asociada al gerenciamiento de la sociedad de acuerdo a las tecnologías emanadas del mundo empresarial. Pacificación de los sujetos y desactivación de aquellas fuerzas cuestionadoras del orden establecido, portadoras de ideales incompatibles con la calma chicha de un tiempo poshistórico y despojado de cualquier rastro de antiguas tragedias propias de un mundo atravesado por el conflicto y las apuestas transformadoras.
Tal vez por eso, la figura de lo espectral sigue tan presente en una sociedad que intenta olvidarse de su pasado al mismo tiempo que desarticula cualquier referencia a aquellos legados y prácticas que amenazan con recordarle las promesas incumplidas por una actualidad que no sólo no ha resuelto ninguna de las deudas contraídas con los desposeídos sino que todo lo ha agravado en términos de una mayor injusticia y de una brutalización de la vida colectiva atravesada hoy por una desigualdad inédita en la historia. El “olvido” de la cuestión social, la invisibilización del pobre en tanto que sujeto de derechos y de demandas legítimas, por su conversión en objeto de la caridad emanada de una nueva conmiseración neocristiana propia de los triunfadores de la época, constituye uno de los rasgos más evidentes de las prácticas hegemónicas que tanto definen el imaginario de las discursividades dominantes.
El miedo al que hacia referencia el historiador austríaco Friedrich Herr en un libro memorable publicado al comienzo de los años sesenta (Europa, madre de revoluciones), miedo a la revolución, miedo a la revuelta de los sectores subalternos, ha mutado en nuestra época hacia un miedo que se asocia no ya al anuncio insurreccional y que le otorgaba al “pueblo” o al proletariado una identidad sustantiva y determinante del posible curso de la historia, sino a esa otra forma más elemental que se guardaba en la apreciación hobbesiana y que nos remite a la violencia descentrada y anómica, la que se derrama caóticamente por el cuerpo social amenazando la vida y los bienes de los ciudadanos; esa violencia que proviene de las zonas oscuras y marginales con su estética de la criminalidad y el resentimiento. Miedo al pillaje desenfrenado, al degüello bárbaro que remite a tiempos arcaicos y precivilizados; un miedo pre-político allí donde a lo que se teme no es a la emergencia de un proyecto alternativo encarnado en un nuevo actor social, sino a una fractura de los diques de contención que pueden inundar las calles de la ciudad burguesa. Miedo a perder los privilegios junto con la entrada en la noche de la historia, una noche dominada por el desenfreno y el pánico.
El miedo, ya ha sido destacado por Baruch Spinoza, no conduce a la afirmación de una política de la autonomía y la fraternidad; por el contrario, abre las puertas para la ampliación de los mecanismos de control y de coerción y endurece los reclamos de seguridad de aquellos mismos sectores que, en otros tiempos, se veían a sí mismos como asociados a las retóricas del cambio social y hasta a las gramáticas de la revolución (algo del espíritu jacobino e ilustrado emanado de la Revolución Francesa siguió alimentando los deseos imaginarios de ese “pueblo” todavía no escindido que, en el derrotero posterior del capitalismo y hasta alcanzar nuestros días, acabó por generar un abismo entre los viejos integrantes de ese contingente que en parte encalló en las barricadas derrotadas de 1848 y que serían el fondo escénico tanto del espectro del comunismo como de su alter ego progresista sin dejar de mencionar, aunque sea a la pasada, a todos aquellos que fueron a desembocar en las alternativas fascista y nacionalsocialista como respuesta radical y homicida al nuevo espectro aterrorizador; muchos de los que pertenecían a los sectores medios formaron el alma del progresismo que ha ido teniendo diversas metamorfosis de acuerdo a los cambios producidos en la dinámica de la sociedad). El siglo XX vería encuentros y desencuentros, añoranzas por el idilio quebrado y sospechas nunca saldadas.
Hablo de las clases medias que entran en pánico al ver de qué modo sus condiciones de vida están amenazadas doblemente: por un sistema económico escandalosamente arbitrario y desigual que ha roto todas las certezas y estabilidades propias de otra época del capitalismo; y por la multiplicación de fenómenos de violencia social que vuelven cada vez más inseguras e infernales a las grandes metrópolis en medio de una radical desagregación de las antiguas pertenencias sociales e identitarias. Un miedo que, paradoja del presente, desvía su mirada hacia esos territorios del margen habitados por los enemigos agazapados; unos enemigos que ya no son vistos como portadores de un nombre secreto, como artesanos de una conjura, sino que son percibidos como exponentes de una venganza ancestral y primitiva que desborda todos los cauces sin otra intención que infligir dolor sobre los cuerpos de los usurpadores, de esos que poseen los bienes de los que aquellos carecen completamente. Una cuestión de rapiña, de regreso al bandidismo y al salteador de caminos desprovistos, nuevamente y después de siglos, de toda seguridad.
Para el imaginario de las clases medias acomodadas lo que avanza amenazadoramente no es la revuelta ni la insurrección, no es una política de la expropiación y de la justicia, lo que progresa en el nervio urbano es la anomia, el derroche de energías destructivas que, a diferencia del gesto bakuninista, no conduce a ninguna alborada de la historia. Miedo, entonces, a la caída y a la muerte violenta, a la revancha de los marginados y al exceso que se devora a los propios hijos. Tal vez, por qué no, ese miedo no sea a lo incomprensible de una desbandada anárquica, al pobre que amenaza no con la igualdad sino con el revólver que apunta en el interior de la casa con afán de llevarse algo de lo que el otro posee; tal vez sepa sin saberlo lo que desde siempre sabe: que el espectro permanece allí, visible en su invisibilidad, activo en su inactividad, susurrando silenciosamente las palabras de la conjura revolucionaria. Quizá lo que sepan desde siempre, lo que sigue produciendo miedo (como aquel otro del siglo XIX del que hablaba Friedrich Herr, el de los poderosos, el de la Santa Alianza que también tuvo a un Papa como referente y a una Rusia como bastión de la contrarrevolución) sea ese fantasma.
Que la revolución haya quedado a nuestras espaldas, que se haya convertido en un espectro (en un punto tal vez siempre lo fue), que utilicemos el verbo en pretérito para nombrarla, que sea apenas un recuerdo o una escena desvanecida, no significa, o, quizás, por eso precisamente significa que se ha vuelto pasado de un presente que, a su vez, se ha vuelto presente de un pasado, es decir que su presencia permanece en su aparente ausencia, en su total negación. Es la sombra de una amenaza, el envés de la evidencia que parece susurrar los sonidos de lo todavía no realizado. Impulso del pasado en el presente que, en su convocatoria, ejerce una nueva potestad sobre lo acontecido transfigurando o desquiciando la propia esfera del tiempo. La revolución, cosa antigua y anacrónica, insiste en su ausencia señalando las carencias esenciales de nuestra época, de un orden civilizatorio en estado de injusticia. Para Marx, dice Derrida, es lo por venir, es la promesa del futuro en el presente, lo que aún está por conjurar la historia a su favor; para nosotros es, por el contrario, algo del orden de un regreso imposible que sin embargo deja sus huellas en el presente; huellas del ayer en el hoy o huellas que, en y desde el hoy, se internan en el ayer como quien busca sus espectros, sus duelos no concluidos, sus apuestas sin coronar y sus derrotas iluminadoras.