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LA ARGENTINA EN CAMISETA

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Año 7. Edición número 299. Domingo 9 de Febrero de 2014
El periodista Horacio del Prado le decía a Omar Cerasuolo en la mañana de La Folklórica días pasados en referencia a su padre, Alejandro, más conocido como Calé, humorista gráfico y fino retratista de conductas humanas: “Mi viejo pudo hacer Buenos Aires en camiseta (una tira publicada semanalmente en la revista Rico Tipo) porque él llegaba de Rosario y esperaba encontrarse con rumores de Salgán y Pichuco, pero en las calles se topaba con negocios de licuados de banana y panchos”. Calé tenía una visión de extranjero, aunque hubiera vivido tan cerca. Nada más didáctico que la mirada extraña para introducirse en los sucesos argentinos de estos días. El punto de vista del observador, ya sea un creador artístico o un pretendido cronista que refleja la realidad, determina en buena medida lo que va a quedar en una viñeta de imaginación o en una nota periodística. El gran narrador santafesino Juan José Saer, en su novela El entenado, una crónica en primera persona que recreaba el diario de un grumete de una expedición española del siglo XVI que cayó en manos de los colastinés, una tribu originaria que no dudaba en masticarse hombres blancos y quizá de otros colores. El grumete quedó vivo, durante años, esperando ser servido en el almuerzo. Tiempo después, liberado de aquella pesadilla, desde un monasterio en España, el hombre relata, en clave de crónica de Indias, cómo era la vida de quienes lo tuvieron cautivo. En el relato, Saer aborda tópicos tremendos, como la antropofagia o el sometimiento de un imperio, a través de los ojos de ese prisionero convertido en un observador privilegiado. La novela pone en juego la capacidad de alguien que mira “desde afuera”. Suele darse por sabido en las cátedras de periodismo que el mejor cronista del siglo XX fue el polaco Ryszard Kapuscinski, que retrató en cientos de artículos y más de una docena de libros acontecimientos clave de las latitudes más variadas del planeta. Uno de sus libros parece una novela de hiperrealismo latinoamericano y, de hecho, fue escrito pocos años después que los relatos que llevaron a Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes a ser leídos en Europa. Se lo llamó boom latinoamericano pero cabe resaltar que la industria editorial encontró en esos escritores una manera distinta de refrescar las librerías del Viejo Continente. Lo interesante es que muchas veces se habla del boom sin reparar en que lo que impacta es ese otro punto de vista. Volviendo a Kapuscinski, escribió La guerra del fútbol, un suceso real acontecido después de la etapa clasificatoria del Mundial 70 de México. A fines de junio de 1969 jugaban las selecciones de El Salvador y Honduras su partido de desempate en el estadio Azteca, y los salvadoreños lograron imponerse desatando un enfrentamiento armado entre ambas naciones que duró menos de una semana, pero que dejó miles de muertos. Lo que el gran cronista polaco cuenta es la realidad de cientos de miles de campesinos pobres salvadoreños que trabajaban en haciendas de Honduras y que eran sometidos por el gobierno y los grupos paramilitares. El resultado del partido en México fue el detonante de una brutalidad que podía tener una pátina de sentimiento nacional asociado a la pasión futbolística. Sin embargo, para los ojos entrenados de Kapuscinski, ese suceso era otra cosa: condiciones infrahumanas de inmigrantes pobres convertidos en mano de obra barata y finalmente en campesinos masacrados. La vulgata autoritaria vernácula de un continente plagado de dictaduras y minorías terratenientes naturalizó aquello como una guerra del fútbol. El gran cronista mostraba otra cosa que muchos no pudieron o no quisieron ver. Para quien escribe estas líneas es inevitable recordar los párrafos finales de La voluntad, cuando Graciela Daleo y otras prisioneras esclavizadas en la ESMA se vistieron con ropa de calle para ir con los oficiales del campo de concentración ataviados de civil a un restorán en Olivos. Como parte de una escena tan irreal como era aquella Argentina, marinos y prisioneras comieron asado en medio de la algarabía de quienes festejaban al grito de Vamos campeón. Daleo pidió permiso a uno de sus captores para ir al baño y allí pintó, con lápiz labial, Massera asesino, viva Perón, vivan los Montoneros. Se sintió libre, por un instante, de tanta simulación, de tanta mentira. Al volver a la mesa, de repente sintió que alguien podría ver la pintada y que hasta le revisarían la cartera para ver el color de su lápiz de labios. Quiso que todo terminara, prefería volver a la ESMA.
Todos para el fútbol. La pregunta es: ¿tiene este cronista distancia suficiente como para saber cómo es vivido por los millones de argentinos que ven fútbol este folletín de Fútbol para Todos? Y otra más: ¿vale la pena ponerse trágico por las lamentaciones de Marcelo Tinelli o seguir el latido de los tuits como si se tratara de mensajes cifrados capaces de hacernos conocer el futuro de la Argentina? Este cronista, como la mayoría, escuchó y leyó infinidad de opiniones y sentencias de encumbrados comunicadores sin siquiera poderse hacer una idea sobre si ellos creen algo de lo que dicen o están en un sopor donde si el dólar hace la plancha hay que buscar algo que reemplace la fiebre verde.
Quizá Calé, de no haber muerto medio siglo atrás, podría haber mostrado a esta Argentina en camiseta, donde los clubes no honran las camisetas y están tan endeudados como en 2009 cuando se hizo Fútbol para Todos. Pero ahora, para muchos, está naturalizada la antropofagia de las hinchadas con esta historia de que no hay “parcialidad visitante”. ¡Si Saer viviera! Una frase metálica, salida de los intercomunicadores policiales, convertida en parte de los rituales previos a la entrada a la cancha. Parcialidad visitante sonaba tan lindo como el olor del choripán. Pero ya no hay. Incluso, como en el partido de Vélez y Tigre, sin público. Es algo insólito ver las tribunas del Amalfitani vacías. Y dale que va.
Qué puede saber este cronista acerca de cómo se imaginan su futuro político algunos de los que sueñan con el 2015 o el 2030. Quizás algunos crean imperioso enancarse en los millones de televidentes como si eso fuera una entrada ingeniosa a la galería de los astros o la presidencia de la Nación. Se ve que algunos, desde la Casa Rosada o desde otros círculos donde la gente siente el poder como una suerte de inmortalidad, creyeron imprescindible tunear la estética de las transmisiones de fútbol. Otras voces, otras músicas. Lo que quedó al descubierto es una trastienda que quizá no le importe a nadie salvo a los que están metidos en esta guerrita de utilería. Hay otra mirada, mucho más opaca, menos excitante, sobre este asunto: antes que pensar en cambios cosméticos o de conductores, si hay discrepancias dentro del Gobierno acerca de cómo seguir con Fútbol para Todos, podría llamarse a un concurso público con bases y condiciones al alcance de un universo de oferentes un poco más amplio. Hasta ahora los actores en danza son, entre otros, Marcelo Tinelli, el genial autor del baile del caño que aspira a saltar a la AFA, Julio Grondona, el padrino octogenario de esa benemérita institución, Alejandro Burzaco, presidente de TyC y hermano de Eugenio, el ex jefe de la Metropolitana. Ahora bien, ellos son convocados por la Casa Rosada por ministros y secretarios de Estado. Fútbol para Todos fue, sin dudas, una gambeta extraordinaria para llegar a la meta: la ley de medios, una que prometía canales de tele para todos. Ahora, casi cinco años después, el programa parece llamarse Todos para el Fútbol, todo indica que el Grupo Clarín puede despotricar contra el Gobierno pero está cerca de lograr que acepten su adecuación y, encima, los llamados actores sin fines de lucro deberán esperar quién sabe qué para que se abran los concursos para ser titulares de licencias de televisión. Lo interesante debería ser que se incorporen nuevos puntos de vista a los medios. Es decir, los puntos de vista de los postergados de siempre no solo en los medios.

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