Quantcast
Channel: memoria identidad y resistencia
Viewing all articles
Browse latest Browse all 29049

Lamento por esas charlas con Juan Por Miguel Russo mrusso@miradasalsur.com

$
0
0
La primera vez que te vi fue una tarde de otoño, cuando entraste como si nada a la librería Hernández. Te acompañaba José Luis Mangieri, tu eterno amigo, y me quedé tan mudo en las presentaciones como si la mismísima aurora boreal hubiera aparecido en la esquina de Corrientes y Uruguay. “Vas a seguir callándote o tomamos el cafecito que prometió José Luis”, dijiste, sonriendo, el pucho colgando de los labios. Pasaron poquito más de 25 años, Juan, y el martes me volvió a atacar la mudez.

Por suerte, en el medio, hubo charlas. Cara a cara, por carta, whisky a whisky, por teléfono, en un café, en otro, de sobremesa, por mail. Charlas con las que, la noche del martes, fui rearmando tu historia para no caerme en ese presente que dolía como la hostia.

Charlas en las que me contaste de tus viejos ucranianos, estudiante de medicina ella, carpintero él. Del viaje de tu papá a Buenos Aires allá por 1912, cuando vino a tentar fortuna para traer después a su primera esposa y sus dos hijos que habían quedado en Ucrania. De su regreso ni bien se enteró de la revolución en 1917, de las imposibilidades para entrar y, sobre todo, de las imposibilidades de salir (“acordate que había una guerra de 18 países contra la revolución rusa”, decías). Del cruce de un río en un bote que se dio vuelta, de la muerte de esa mujer y de uno de los hijos, del salvataje de Boris, el que sería tu hermano mayor cuando un soldado se tiró al agua y lo sacó de los pelos. De la llegada para siempre a la Argentina en 1929 de Joseph, Paulina y Boris; del Villa Crespo donde naciste –único argentino de la familia– un año después.

Charlas en las que volvías a lamentar la escasa suerte de Negrito, el perro que tenías a los 4 años y que murió atropellado por un auto en una cuadra de tu barrio en la que, cada vez que pasaba un coche, los vecinos salían a aplaudir.

Charlas en las que movías las manos como en un oleaje contando cuando tu hermano Boris te recitaba a Pushkin en ruso (“imaginate, no entendía ni mierda, pero me fascinaba la musicalidad”, decías).

Charlas en las que tratabas de recordar la cara de Ana, aquella piba de 8 a la querías enamorar con poemas de Almafuerte (“hay que joderse, che, Almafuerte, mirá vos que vas a enamorar a alguien con ‘piú avanti’”, decías). De tu enojo canchero cuando te preguntaba si ese desplante y ser hincha de Atlanta, eran las primeras aproximaciones a la tristeza.

Charlas en las que te ufanabas de tu habilidad en el fútbol a los 15, cuando los otros pibes te batían el pibe taquito (“me tendrías que haber visto, perdía miles de goles por partido, pero nunca dejaba de usar el taquito para empujar la pelota, aunque me putearan mil colores”, decías).

Charlas de café en las que, recordando a Isito, el Buby, Carly o Rubén, de la barra de juventud de aquellos otros café, decías “ahora, cuando le digo a mi esposa que vengo a ver a ‘los muchachos’, ella me mira como diciendo ‘¿muchachos?’. Pero vos sabés, las mujeres no entienden de esas cosas; ellas creen que uno crece”.

Charlas en las que volvías a recordar cuando conociste a Raúl González Tuñón en el recital del teatro La Máscara. “Generoso como nadie, él escribió el prólogo para mi primer libro, ¿sabés lo que era eso? Raúl me enseñó la finura y el apasionamiento. Mirá, cuando se produce la ruptura URSS-China, él estaba con China, sólo porque Mao escribía poesías mientras que Kruschev era hijo de molineros”, decías.

Charlas en las sobremesas de los asados de bife ancho y ginebra en la vieja casona de Mangieri: “¿Te acordás, José Luis? En el PC nos miraban raro. A vos, a mí, a Andrés Rivera, a Portantiero, al Oso Smoje”. Y riendo a las carcajadas: “¡Qué caso serio! A mí me echaron en junio de 1964 por haberme ido del partido en mayo de 1964”.

Charlas en las que desculabas los vaivenes de la militancia. Qué hacer, qué grupo formar, para dónde ir. Charlas en las que iban apareciendo las siglas, los nombres: PC, Vanguardia Socialista, FAR, Montoneros. Charlas donde aparecía, una y otra vez, la muerte de Guevara: “Cuando murió el Che todos sentimos un dolor extraordinario –decías–. Mucha gente en todo el continente había depositado en él una enorme cantidad de esperanzas. Después, bastante después, comenzamos a analizar lo que pasó, los riesgos del foquismo, esas cosas. Pero en ese momento era un símbolo. Ahora parece todo más simple, pero no lo era tanto en ese momento”.

Charlas en las que aparecía la claridad y la lucidez de Rodolfo Walsh, su dureza en cuanto a no hacer concesiones a la ideología. Charlas en las que aparecía la alegría desbordante y las ganas de meterse de Paco Urondo. De los sueños políticos y de los proyectos literarios de los ’70.

Esa charla del 24 de octubre de 1997, en los camarines del Margarita Xirgu, antes de dar comienzo al recital que darías con Eduardo Galeano, cuando los dos recordaron el día que te fuiste de la revistas Crisis. “Una mañana –dijo Galeano–, me dejaste arriba del escritorio un paquete envuelto en papel de diario y atado con piolines y me dijiste ‘me tuve que mudar de casa. No sé adónde. Salgo a buscar. Cuidame las pertenencias’”. “Ese paquete era toda mi ropa, todo mi mobiliario”, dijiste vos. “Te diste vuelta –siguió Galeano–, con la mano en el picaporte, y me pediste que, antes de irte, te volviera a contar la historia de la gallina para sacarte de la tristeza”. La historia era del uruguayo Paco Espínola. Vos, Juan, te la sabías de memoria, pero siempre te partías de risa al escucharla. La cosa es que Paco había lavado el honor de la familia degollando a una gallina bataraza que, según él, una noche que andaba medio mamado, lo había mandado a la puta madre que lo parió. Y se reían los dos, como sólo se ríen los amigos.

Charlas como en la que contaste el rompimiento con Montoneros: “Sabés qué pasa, en el exterior se tiene un tipo de praxis muy diferente; en el país, el referente es inmediato, y una equivocación se nota enseguida. Estaba esa locura de la contraofensiva. Se decía que la dictadura era un boxeador grogy y que sólo era necesario meterle un sopapo para liquidarla. Era arriesgar la vida de muchos compañeros en el exilio, y yo no podía estar de acuerdo con eso. Claro, no me echaron porque me fui. Y me condenaron a muerte”. Y cerrabas con una sonrisa tristísima: “Condenado por la Triple A, la dictadura y los Montoneros. Yo era una especie de happy hour para la condena a muerte”.

La charla en la que me enseñaste lo más profundo de la poesía: “Hubo un momento, en París, en que la poesía me tocaba todas las noches. Estaba enloquecido con lo que escribía. En aquel departamento yo tenía un gato al que le había enseñado a saltar al techo vecino desde la ventana de mi escritorio y de ahí a la calle. Todos los gatos del barrio estaban operados, pero éste no. Y se montaba a todas las gatas de la cuadra con su acento latinoamericano. La cuestión es que mientras yo escribía, él se quedaba sobre el escritorio. Y cuando yo me iba as dormir, el se iba a lo suyo. Una noche se me ocurrió leerle. ‘Gato, te voy a leer algo que me gusta mucho’. Arranqué y de inmediato el gato saltó disparado por la ventana. Pensé que era un ingrato. ¿Quién le daba de comer a ese gato: Borges o yo? Pero no, el gato era un crítico literario. El bichito me quería como persona, pero no como poeta”.

La charla de la noche en que te casaste con Mara y andabas llevado en andas, arriba de una silla, por todo el salón, mientras festejábamos tu felicidad.

La charla en la que, orgulloso como pocos, me mostraste el pedazo de tablón con la chapa recordatoria de la vieja tribuna de Atlanta, cuando le pusieron tu nombre a la biblioteca del club y, entrecerrando los ojos, me dijiste “¿sabés?, la última vez que vi jugar a Atlanta en vivo fue en la vieja cancha de Humboldt, allá por 1975: Buttice; Azzolini, Abdala, García y Rossi; Palmieri, Casares y Ribolzi; Cibeyra, Ramos y Rafart”.

La charla en la que me preguntaste, ahí nomás de haber ganado el Cervantes, si me imaginaba quién leería el pergamino envuelto en satén rojo que habías depositado en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes con el mensaje para futuros poetas y que se abrirá el día de tu cumpleaños, el 3 de mayo, pero de 2050.

Y las charlas que se publicaron, y las que no se publicaron, y las que se amontonaban esa noche de martes cuando el silencio empezó a doler como la hostia. Entonces pensé que va a ser difícil acostumbrarse a no cargarte por mail un sábado a la tardecita cuando Platense le ganaba a Atlanta, o acostumbrarse a no recibir más tu cargada si el resultado era al revés. No caben dudas, va a ser difícil acostumbrarse a no tener más una de esas charlas.

19/01/14 Miradas al Sur

 

Viewing all articles
Browse latest Browse all 29049

Trending Articles