“Pido a mis dioses o a la suma del tiempo que mis días merezcan el olvido, que mi nombre sea Nadie, como el de Ulises, pero que algún verso perdure” Jorge Luis Borges I) En El entenado –tal vez una de las más entrañables novelas de Juan José Saer- se recrea la curiosísima experiencia de quien sobrevivió a la frustrada expedición por el Río de la Plata de Juan Díaz de Solís, aquel grumete retenido por una tribu de indios colastiné, que fue devuelto -después de diez años- a las huestes de Gaboto. Más allá de sus infidelidades históricas, la novela entera es la rememoración, acometida ya en la vejez y a medio siglo de su liberación, de aquellos días entre los aborígenes. A medida que transcurre la historia se revela, por fin, hacia el final, el sentido de su conservación, el motivo por el cual no fue devorado también como el resto de la tripulación, su función precisa y notable entre los colastiné. Los indios le habían asignado a aquel niño un nombre –Defghi- y una misión que le había permitido sobrevivir. “De mí esperaban –escribe- que duplicara, como el agua, la imagen que daban de sí mismos, que repitiera sus gestos y palabras, que los representara en su ausencia y que fuera capaz, cuando me devolvieran a mis semejantes, de hacer como el espía o el adelantado que, por haber sido testigo de algo que el resto de la tribu todavía no había visto, pudiese volver sobre sus pasos para contárselo en detalle a los otros”; de este sujeto se esperaba “que pudiera perpetuar, en el mundo incrédulo que los había sumido en esa indigencia de realidad, alguna imagen fuerte y entera, reconocible de inmediato, y los hiciera perdurar entre las cosas visibles cuando ellos, fugitivos, ya se hubiesen borrado por completo”. Es así que sobrevive, continuamente asediado por aquellos indios que se saben emplazados ante el amasijo original e irreconocible, que buscan perdurar en la memoria del Defghi aunque sea por un gesto exagerado, una mueca ampulosa, una ocurrencia pueril, una señal cualquiera de su breve, de su efímera existencia. Consagrados al símbolo en el que quieren perpetuarse en la memoria del niño, sus vidas a veces mortificadas no parecen tener otro sentido que la imagen que, afanosos, persiguen inscribir. “Si acentuaban tanto todos sus actos y sus facetas, era para volverse más inteligibles y para que yo los aprehendiese con más facilidad. No siempre las poses que adoptaban revelaban lo mejor de ellos. Que la imagen que querían dar de sí mismos fuese buena o mala les interesaba poco; lo importante era que fuese intensa y fácil de retener”. ¿Qué los impulsaba a inscribir algo de ellos mismos, con gruesos caracteres, en la memoria del niño? “El miedo”, dice con gran maestría, Saer, “de perderse en el amasijo anónimo de lo indistinto”. Uno pretendía ser el mejor cazador de la tribu, otro, el que hacía las mejores flechas, un tercero el que más veces se bañaba por día, aquel, el que se le habían caído todos los dientes de una sola vez, un último, el que tenía la saliva más dulce. “No tenían la costumbre de mentir, pero en algunas ocasiones noté que exageraban, no para engañarme, sino para aumentar ante sus propios ojos, y ante los míos también, la aferrabilidad del personaje que representaban”. Tanto asedio, tanta angustiosa búsqueda de perdurabilidad, tanto afán por ser memorables y vivir, fugaces, en la evocación del Defgui, levantaba una severa dificultad para tratar francamente con ellos. “Ese querer ser vistos y recordados con intensidad no era el único obstáculo que impedía tener con ellos una amistad o, por lo menos, una relación simple y natural. El envaramiento, que a veces podía lindar con la hosquedad, desbarataba, áspero, todo acercamiento”. II) Ricardo Aníbal Fort murió esta semana a los cuarenta y cinco años, para sorpresa de muchos, a raíz de un paro cardíaco asociado a una hemorragia digestiva masiva. Su vívida muerte, su mortificada vida, parece inscribirse en la serie de los actos inauditos con los que, en su desesperación, buscó representarse. No es sólo el testimonio de su agobiante intento de lograr alguna forma de existencia, sino que señala –dibujando el grotesco arco trágico que tensa la contemporaneidad- una de las búsquedas privilegiadas con las que en nuestras sociedades se cree poder huir de la Nada. Ser famoso, simplemente, parece haber sido su exasperado designio, su módico y angustiante deseo, la cifra de su destino. Ser famoso es, si se mira bien, mucho más o mucho menos que ser un excelente cantante o un virtuoso bailarín o haber accedido a cierto grado de excelencia en algo. Ser famoso es una atribución neutral y prescindente del motivo de la notoriedad; esa carrera que divorcia la causa de la gloria, no sabe de imposibles y se persigue a costa de todo: del ridículo, de los límites sufrientes del cuerpo, de los otros. Los así llamados “mediáticos” que logran por titilantes instantes esa forma de existencia, en algún lugar saben que los acecha el olvido inmediato y absoluto; se les ofrece con todas las luces un campo de batalla donde presentar su pelea desgarradora y anodina: la gran máquina multiplicadora y devoradora de imágenes, la televisión. Allí y quizá sólo allí viven entonces el relator de las corbatas estrambóticas, el periodista que gritaba enojado, la mujer que irrumpió una vez en una fiesta y despeinó a Susana Giménez, el que saltaba a las canchas de fútbol y hacía detener los partidos, aquel que robó un banco y ahora habla por televisión desde su casa en la playa, el que compraba Rolls Royce o el que metía morfina con champagne en un cuerpo completamente tatuado y torturado de músculos. Todos nivelados en una fama que no pregunta por qué y que los traga y escupe, viven -mientras tanto- en esa débil pantalla sus cinco minutos de gloria, buscando salir del lugar donde no logran ninguna existencia apaciguadora, sencilla y fraternal. Empecinados en forjar una imagen de sí mismos que perdure, intensa hasta la caricatura, en el ojo de la cámara, nos recuerdan tal vez a los indios de la ficción de Saer, que cuanto más buscaban desesperadamente huir de esa oscuridad que los amasaba en una mancha confusa y sin nombre, más se despeñaban en el abismo anónimo que los devoraba para siempre. Diario Registrado
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