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La responsabilidad de la mayoría amorfa Por Alejandro Horowicz

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No basta con entender que la competencia de una dictadura no es puramente militar. Hace falta abortar las características de complicidad civil. "Aun si aceptáramos en teoría que el gobierno parlamentario in abstracto constituyera realmente un gobierno de las masas, en la vida práctica esto no es más que un fraude continuo por parte de la clase dominante”, Robert Michels, Los partidos políticos. La sociedad argentina con enorme lentitud comienza a reconocer que el fatídico año '76 no fue una decisión puramente militar. A regañadientes, con idas y venidas, al tiempo que "festejó" tres décadas de "democracia", no puede evitar reconocer la amplia "red de complicidades civiles". La fórmula "civiles" resulta excesivamente porosa, y tiene por objeto deslindar un espacio para los no "militares", y esos serían los "cómplices" del trabajo sucio. Es que el acto de fuerza ilegal que posibilitó ese curso (ejecutado por militares, bajo conducción orgánica de las FF AA), nunca dejaría de ser una responsabilidad puramente personal. Los que impartieron las órdenes son los responsables principales y los que las ejecutaron por “obediencia debida” resultarían jurídicamente impolutos, según la lectura que en 1983 hiciera Raúl Alfonsín; salvo los "excesos", pudoroso recordatorio de tortura, violación y muerte. Y los "civiles" comprometidos, sólo pueden serlo a título personal, y su adscripción a instituciones empresariales, partidos políticos, organizaciones profesionales, constituye una mera curiosidad sociológica. Este abordaje colonizado por el Código Penal –responsable directo, partícipe necesario – no puede desprenderse de la noción de delito, y esa estrecha mirilla impide entender el golpe de Estado como una estrategia de clase, destinada a imponer una política de clase, con el objeto de proteger intereses de clase. Con un añadido clave: sin ese instrumento esa política resultaba inaplicable. Ergo el '83 fue un subproducto directo del '76. La democracia no puede reducirse a la ausencia de militares en el gobierno. Desde ese abordaje los "golpistas" violan la ley, y en lugar de poner en marcha una estrategia de dominación política, son responsables de delitos tipificados. No se trata por cierto de ignorar estos delitos, sino de enmarcar su sentido. En lugar de considerarlos uno a uno, separados entre sí, es preciso entenderlos como mecanismo de disciplinamiento colectivo, para conformar una mayoría amorfa, al servicio del bloque de clases dominantes. Mientras eso no suceda, la dictadura militar a secas se transforma en dictadura militar con complicidad civil, y en algún caso araña la noción de dictadura cívico-militar. Voy a decirlo con todas las letras: no es suficiente; no permite entender lo que viene sucediendo a partir de febrero de 1975, y sobre todo, impide organizar los hilos de continuidad estructural con que los mismos intereses gobernaron hasta el estallido de 2001. Mas aun, imposibilita explicar los diferendos entre el gobierno nacional y el reconfigurado bloque de clases dominantes. Y por tanto termina siendo una fábula al servicio del poder tal cual es. Avancemos con orden. Una novedad judicial, el juicio contra uno de los editores responsables de la revista Para Ti en 1979, relanzó el viejo problema de la "complicidad" civil. El periodista de marras habría sido el responsable, junto al fallecido Aníbal Vigil, de publicar un texto compuesto con evidente intervención de las fuerzas represivas, con el objeto de "lavarle la cara" a la Junta Militar. Obviamente no vamos a ignorar el "plus" que en este caso aportaría Agustín Juan Botinelli, pero vale la pena precisar que el proceso de desinformación fue acompañado por toda la prensa del período. Y que por cierto no se trataba de editores "aterrados" que obedecían por imposibilidad de hacer otra cosa, sino de una política informativa pactada entre los dueños de los medios y la expresión militar de la "dictadura burguesa terrorista". Dicho de otra manera: los medios integraban el bloque histórico que ejecutó las políticas terroristas, no se trata tan sólo de responsabilidades personales, sino sobre todo de decisiones orgánicas. Basta mirar las tapas de los diarios para comprobarlo, basta recordar el 14 de octubre de 1980 – San Diego, California, trigésima sexta conferencia de la Sociedad Interamericana de Prensa– donde Jacobo Timerman ocupó el centro de la escena. Un año antes había abandonado la Argentina tras sufrir todas las vejaciones imaginables –desde la pérdida de la ciudadanía, ahora sí era un judío apátrida, el control de su diario, hasta tortura y cárcel–, peripecia que lo había transformado en una celebridad internacional. Preso sin nombre, celda sin número, se había vuelto un best seller en inglés. Y Timerman utilizó la conferencia como tribuna contra el gobierno de Videla. La respuesta no se hizo esperar: como un solo hombre los editores argentinos atacaron al propietario de La Opinión y defendieron al gobierno terrorista. Hasta Máximo Gainza, director propietario de La Prensa, de encontronazos públicos con esos comandantes, intentó basurearlo. Eso no fue todo. En octubre del '81 –es decir cuando el gobierno militar estaba en evidente declinación– la Universidad de Columbia decidió premiar a Timerman con el muy prestigioso María Moors Cabot, máxima distinción para un periodista en actividad. Uno tras otro los editores argentinos que lo habían recibido, entre los que se encontraba Ernestina Herrera de Noble principal accionista del diario Clarín, escribieron a la Universidad para protestar enérgicamente, y anunciar que retirarían la estatuilla del lugar donde habitualmente la exhibían. La amenaza fue cumplida. Conviene tenerlo presente, cuando la dictadura boqueaba, los editores todavía la respaldaban acríticamente. Y no era por error de cálculo. Cuando investigué las cartas de los lectores del diario La Prensa, entre 1976 y 1983, para un capítulo de mi libro Las dictaduras argentinas, pude comprobar el motivo profundo de la fidelidad de los lectores a diarios y revistas que los habían "desinformado sistemáticamente". De la lectura de seis centenares de cartas –un fragmento representativo que no agota el asunto– surge claramente que al menos buena parte de los firmantes sabían todo lo que estaba pasando. El papel de los medios gráficos en el sistema informativo juega un papel, pero no es cierto que lo que ahí no se publica se ignora. En este caso, la perversidad del mecanismo merece una precisión: lo que La Prensa no publicaba en el cuerpo del diario, reingresaba al torrente informativo a través de sus cartas de lectores. Ese terminó siendo a la postre el mecanismo de socialización final. Vale decir, la supuesta ignorancia de los sucesos no es otra cosa que una decisión personal autónoma: los lectores decidieron avalar la política informativa de los medios porque la compartían. Era en suma, su voluntad de integrar la nueva mayoría amorfa. Es decir, una mayoría que carece de carácter propositivo y le basta con pronunciarse contra lo que sabe terminará sucediendo. Ahora bien, una cosa es restituir la verdad de lo acontecido, y otra aprovechar la "fábula" reinante para enchastrar periodistas opositores. Es verdad que en no pocos casos el modo en que ejercen su profesión roza el despropósito, y que no vacilan en "mentir a sabiendas". Son, sin duda, hoy como entonces, responsables de las notas que llevan su firma, no de la política editorial de los medios en los que trabajan. Pero que un periodista haya trabajado en el '76 y que hoy sea un "opositor" no lo transforma automáticamente en un lacayo de la dictadura burguesa terrorista. Enrostrarles cosas que hicieron en su extrema juventud, como si hubieran asumido un comportamiento "único", tiene un objetivo miserable: disculpar la complicidad colectiva, construir una nueva fábula aprovechando la vieja, estableciendo un doble patrón: en uno, tal como lo practica la familia judicial, todos los comportamientos están justificados; en el otro, son punibles. Es preciso poner fin a tanto cinismo. Infonews

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