Por Leonardo Tarifeño | LA NACION “Alta oscuridad, ¡zarpada mal, pa!”, decía mi amigo Bruno por el celular, y alcancé a imaginar de qué hablaba porque en mi barrio también habían cortado la luz. Las frases de Bruno me resultaban tan impenetrables como la penumbra que caía sobre la ciudad, pero por suerte la comunicación entre amigos no depende de la semántica. En general, él y yo logramos entendernos; y si no, no importa. Cuando alguno de los dos habla, nos tomamos un tiempo para decodificar lo que el otro acaba de decir, y es muy común que en ese lapso creamos captar una gracia y una lucidez difícilmente atribuibles al sentido literal que siempre se nos escapa. Entre los dos hay un gran malentendido, pero ese malentendido nos une. Nos admiramos mutuamente como se admira un enigma. Bruno vive en Villa Urquiza y en el teléfono lo sentí preocupado porque su madre, que reside en San Martín, también estaba a oscuras. “Ahora me estoy comiendo un viaje horrible porque así la vieja no puede ni cocinar. ¡Estoy remanija! El teléfono de casa se murió, en el celular no tengo crédito. ¿Y estos fantasmas van a arreglar algo?”, me dijo, muy nervioso. Tranquilicé a mi amigo como pude y le prometí que haría lo posible por averiguar cuándo regresaría la luz. Y mientras buscaba a tientas el número de Edenor, la que llamó fue mi abuela. “Te hablo porque vos sos medio abombado y con este apagón seguro que te vas a pegar un julepe bárbaro”, me acusó. Para evitar más de sus opiniones, le pregunté si en su casa de Caballito había luz. “Sí, por acá no pasa nada, ¡tengo mucho tarro! -contestó-. Pero dame bolilla: quedate en casa tranquilo, no salgas y encendé unas velas, que se viene una tormenta de la gran siete!”. La tiniebla que surcaba mi hogar era profunda y tal vez por eso no encontré ni las velas ni el teléfono de Edenor. Seguí el consejo familiar en lo relativo a no intervenir en el curso de los acontecimientos, y mientras descansaba a la espera de la devastación inminente pensé en el abismo lingüístico que separaba a ambas conversaciones telefónicas. ¿Qué clase de castellano se habla en Buenos Aires? ¿Y cómo es posible que aún nos entendamos, a pesar de las frases, los giros y las palabras que evocan universos cada día más aislados? Tal vez la razón del desencuentro nacional habría que buscarla en que cada uno habla un idioma particular y propio, en el que los puntos de contacto con los demás se reducen a la pertenencia de una misma época y clase social. Cuando Bruno habla de “rescatar” (tranquilizarse), “estar jirafa” (tener sed) o “cajetear” (pensar en alguien), varios millones de porteños quedan afuera de la conversación, y lo mismo podría decirse de la oralidad agónica de la tercera edad, que desaparece junto con los recuerdos de quienes todavía saben qué es “julepe” o “la gran siete”. ¿Cómo vamos a ponernos de acuerdo en los grandes temas si cada día es más difícil comprender cabalmente lo que dicen los demás? En esa pregunta estaba yo cuando en el celular recibí un mensaje. Era mi hermana, quien desde Mar del Plata me escribía: “Otra vez sin luz, y ahí? Ja! 5Mentarios… Txñ!”. Empecé a contestarle de acuerdo con las que hasta entonces creía que eran las anacrónicas normas de la lengua castellana cuando el teléfono volvió a sonar. “¿Sos vos, titán? Che, se viene un huracán, mejor guardate, yo ya me rescaté. ¿Te espero el lunes, entonces, como dijimos? Ahora mejor cuelgo, que se me va a cortar”, me dijo, y durante los segundos que habitualmente utilizo para decodificarlo me di cuenta de que en algún lado flotaba una invitación a cenar en su casa. ¿No le había dicho yo que esperara mi llamado, ya que me ocuparía de quejarme a Edenor por el corte de luz? ¿En qué momento él había entendido que iba a visitarlo a pesar de la tormenta? ¿Y de dónde salía ese posible encuentro para el lunes? Por suerte, la comunicación fraternal no depende de la semántica. Entre los porteños quizás haya un gran malentendido, pero ese malentendido nos une. A oscuras, detrás de la tormenta, el viento arrasaba con todas las palabras. Sólo dejaba en pie una cita que nadie había hecho, y se llevaba todo lo demás.
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