El agente Pedro Tomás Viale fue acribillado durante el alba del 9 de julio por el Grupo Halcón. Honda conmoción causó en la comunidad informativa el confuso deceso de “El Lauchón”, tal como todos llamaban en la antigua SIDE (hoy Secretaría de Inteligencia) al agente Pedro Tomás Viale, acribillado durante el alba del 9 de julio por el Grupo Halcón, de la Bonaerense, al ser allanada su casaquinta de La Reja debido a una causa de narcotráfico. Lo cierto es que ese hombre de 58 años ya había incurrido en el pecado más imperdonable que puede cometer un espía: salir en los diarios. Ello sucedió a comienzos de 2012, al ser acusado por Lorena Martins de enviarle sicarios por cuenta del papá –el ex agente de la SIDE y proxeneta Raúl Martins–, con el propósito de callarla para siempre. Aun así, seguía cumpliendo funciones en la sección Contrainteligencia de dicho organismo. El tipo era allí parte de una capa geológica originada en la última dictadura. Una camada de fisgones profesionales formada según las reglas del terrorismo de Estado y que, con el correr del tiempo, maduró al amparo de los sucesivos gobiernos democráticos. Un grave descuido de la República. Y una inagotable fuente de trapisondas, crímenes y dislates, entre otras disfunciones. Al respecto, bien vale recordar dos personajes: los agentes Patricio Finnen y Alejandro Brousson. El primero se inició en el escarpado mundo del espionaje durante los años de plomo en la Base Billinghurst, bajo cuyo control operativo estaba el centro de exterminio Automotores Orletti; el otro era un oficial del Ejército asimilado a la SIDE luego de servir en el Batallón 601. Ya en los '90, lideraron la denominada Sala Patria, un grupo de "La Casa", cuya base secreta –el barrio entero lo sabía– se encontraba en el cuarto piso del Edificio Barolo, sobre la Avenida de Mayo. Entre sus hitos resalta la financiación y entrega del soborno de 400 mil dólares al primer procesado por la causa AMIA, Carlos Telleldín, y el secuestro en México del guerrillero Enrique Gorriarán Merlo. En medio de tales logros, no imaginaron el estrepitoso fin de sus carreras. Ello ocurrió en 2001, a raíz de un falso atentado contra Bill Clinton, cuando este, a poco de dejar la presidencia, había programado un viaje al país para un coloquio internacional. Finnen y Brousson vieron la oportunidad propicia para articular un fino montaje; su objetivo: ganarse la confianza de la CIA. Así fue como contrataron en la Triple Frontera a un soplón paraguayo que antes había trabajado para los norteamericanos. A cambio de un suculento fajo de billetes, concurrió a la Embajada de los Estados Unidos en Asunción para informar que se preparaba un complot en contra del ex mandatario. Al mismo tiempo, desde Buenos Aires, Sala Patria irradiaba un informe similar. Los autores del plan creían que ambas advertencias, llegadas en paralelo por vías supuestamente distintas, encenderían todas las luces de Washington, logrando así la estima de la central de inteligencia más poderosa del mundo. Pero algo falló: los agentes criollos no habían previsto que el paraguayo sería sometido en la embajada al detector de mentiras; el tipo terminó confesando que la SIDE le había pagado para llevar el dato apócrifo. Y proporcionó la identidad de sus empleadores. El escándalo fue mayúsculo. A partir de entonces, Finnen y Brousson pasaron a integrar el ejército de desocupados. Por venganza, este último filtró a los medios nada menos que una fotografía del station chef de la CIA en Buenos Aires, Ross Newland. Su rostro sonriente ilustraría el 12 de enero de ese año la portada del diario Página 12. Brousson falleció de un paro cardíaco el 7 de marzo de 2007, tras perder un partido de tenis. De Finnen no se supo más nada. En medio de aquellas circunstancias, un contratiempo de tipo patrimonial sacudía a la SIDE, el disparador: su director de Finanzas, Daniel Salinardi, quien, además, oficiaba de testaferro del organismo. La totalidad de sus bienes –decenas de inmuebles, empresas fantasmas y cuentas bancarias– figuraba a nombre de ese sujeto con anteojos de aumento y barbita, que presumía de ser contador. El problema se desató al naufragar su matrimonio, dado que en el juicio de divorcio, su ex esposa reclamó la división de bienes. Doña Mónica pedía para sí la mitad del patrimonio de la SIDE. Había que ver, en semejante contexto, las súbitas irrupciones de empleados judiciales y peritos en las bases y cuevas secretas, sin otro objetivo que el de tasar la propiedad. Incluso, esos inmuebles llegaron a ser embargados por la jueza civil que tramitaba el asunto. Todo al final concluyó con una razonable compensación crematística otorgada por la central de espías a la demandante. Ya durante la presidencia interina de Eduardo Duhalde, el nuevo secretario de la SIDE, Carlos Soria, impulsó un audaz cambio de perfil del personal. A tal efecto, su segundo, Oscar Rodríguez –un ex intendente ultraduhaldista del partido de San Vicente–, reclutó un centenar de lúmpenes de arrabal, entre los que había barrabravas de Chacarita y Los Andes, matones salidos de las filas residuales del Comando de Organización y algunos murguistas de la comparsa "Los Mimosos de Burzaco". Corpulentos, vestidos con camperas de cuero y comunicados entre sí con flamantes celulares Startac, solían merodear en actos y cortes piqueteros. De ellos, justamente, el "Señor Cinco" –así es como en "La Casa" se le dice al jefe– obtuvo la información acerca de un presunto "plan insurreccional en marcha". En tal creencia estaba el germen de una matanza. El 26 de junio de 2002 culminaría con los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. A través de las hendijas de la SIDE también se deslizan tragedias internas no menos truculentas: la muerte del agente Daniel Rossini es una de ellas. A los 39 años de edad, la vida le sonreía a ese hombre que tres lustros antes había ingresado a la SIDE. Ahora era nada menos que el custodio favorito del pope de la inteligencia menemista, Hugo Anzorreguy. Corría el 2 de agosto de 1999. Esa noche recibió una llamada de su novia, Solange, de 16 años. "Te quiero ver un ratito", fueron sus palabras. A modo de remate, ronroneo. No sólo ella le alegraba la vida sino también su pasión por la velocidad. Tanto es así que manejaba un Renault Mégane Cabriolet, de valor equivalente a sus ingresos de tres años. También solía despuntar su fervor por la cocaína y el champán en La Diosa, un exclusivo tugurio de la Costanera regenteado por Jorge Lucas, quien por entonces era el jefe de Contrainteligencia de la SIDE. En ese lugar, Solange hacía un numerito de strip-tease. Y Rossini no tardó en enamorarse perdidamente de ella. Ese habría sido su primer paso hacia el infortunio. El último, haber acudido a su encuentro en la turbia noche de aquel lunes. El vehículo del espía atravesó una calle de Caballito, antes de frenar debajo de la autopista 25 de Mayo. Allí, Solange y él se entregaron a los arrumacos y besos. Seguramente, aquellos menesteres hayan contribuido a que Rossini no advirtiera la presencia de un Fiat que se detuvo a metros del Mégane. Ni la de una camioneta que estacionó en la otra esquina. En cambio, sí se percató de la sorpesiva llegada de una Honda Civic. Pero no tuvo tiempo de reaccionar: fue fusilado desde por lo menos tres líneas de fuego. Solange no sufrió ni un rasguño. Un testigo la vería manipulando una pistola. Era la Browning del agente. Tal escena robusteció la sospecha de que ella habría sido la entregadora. "Agarré su arma porque quería cuidársela. Él amaba su pistola", declararía ante la justicia. Esa frase la dejó bien parada. El crimen de Rossini sigue impune. ¿El fusilamiento de "El Lauchón" tendrá un idéntico final? Tiempo Argentino
↧